El novio de la muerte

—Bésame.

—No.

—Tengo que besarte.

—Sabes que no puedes.

—Y tú sabes que tengo que hacerlo. Me lo debes.

—Yo no te debo nada.

Durante unos instantes se hizo el silencio. Finalmente, ella acercó su rostro hacia el de él. Ambos cerraron los ojos. Sus labios se juntaron.

Las horas se hacían eternas. La espera de lo inevitable hacía que el tiempo se estirara más allá de toda comprensión, haciendo que los segundos parecieran minutos, y los minutos horas.

Era la primera vez en los últimos dos días que Gabriel se quedaba solo en casa. Aparte, claro está, de Miguel. Sus padres se habían ido a dar una vuelta, a tomar el aire y despejarse. Le había costado mucho convencerlos de que lo mejor que podían hacer era tomarse un respiro, desconectar por un rato de aquella pesadilla. Les prometió que todo continuaría igual para cuando ellos volvieran.

Era consciente de lo irónico de aquellas palabras, pues él mismo había sido incapaz de seguir su propio consejo. Lo cierto es que no había sido completamente sincero con sus padres. Su intención era que salieran de casa para estar solo con Miguel, pasar un último rato a solas con su hermano, charlar por última vez como tantas otras veces habían hecho a lo largo de los años. Sin embargo sabía que ninguno de los dos diría palabra alguna.

Ahora, en el silencio más absoluto, en la tenue oscuridad de la que había sido su habitación, solo estaban los dos hermanos: uno, postrado en la cama, esperando exhalar su último aliento; el otro luchaba por contener el llanto, velando que los postreros instantes de vida de su gemelo transcurrieran lo más plácidamente que pudieran.

Los dos últimos días habían sido muy duros, y cuando uno pensaba en ellos no podía evitar una extraña e incómoda sensación de irrealidad. En cierto momento estaban sentados en una terraza, disfrutando de los primeros días de calor primaveral, saboreando una helada jarra de cerveza y observando a las chicas que comenzaban a exhibir sus cuerpos al sol. Y solo un instante después estaban rodeados de gente, de curiosos que murmuraban mientras los paramédicos luchaban por devolverle la vida a Miguel. En el hospital, ya arropados por toda la familia, las noticias no podían ser peores. Era cuestión de tiempo. Podían ser horas, quizás días, pero el desenlace era inminente. Fue idea de Gabriel llevarlo a casa, que pasara allí sus últimos momentos. Al menos dejaría este mundo envuelto de todo aquello que lo había visto crecer y vivir.

Gabriel creía estar asimilando bien la noticia, aunque esta no se hubiera producido todavía. Su padre estaba hecho polvo. Al fin y al cabo, ningún padre quiere sobrevivir a sus hijos. Mucho peor era ver a su madre. Ella se aferraba al deseo milagroso de una curación divina. Su madre, una mujer que nunca había sido religiosa, rezaba y clamaba a Dios para que salvara a su precioso hijo. Ese era su clavo ardiendo. Una vez llegara el momento, nadie sabía cómo iba a reaccionar.

Miguel se removió en su lecho y murmuró algo. Apenas movió los labios, y su voz, ahora seca y áspera, sonó ininteligible. Gabriel se incorporó de su incomoda silla y acercó el oído a la boca de su hermano.

Al moverse, Gabriel vio algo por el rabillo del ojo. Se giró sobresaltado, descubriendo su propia imagen en el espejo colgado sobre el tocador que había al lado de la cama. Se maldijo por su estupidez. Lo que había visto era su reflejo. O eso creía. Se quedó paralizado al ver, tras su imagen, una figura que los espiaba, colocada a los pies de la cama.

Un sudor helado brotó por todo su cuerpo a la vez que un escalofrío recorría su espalda. Miguel comenzó a gemir como no lo había hecho en los dos días que llevaba en la cama, pero Gabriel no podía moverse. Su mirada estaba fija en la muchacha del espejo: el rostro pálido contrastaba con el negro de su pelo y resaltaba el oscuro rojo de sus labios. Llevaba un largo vestido blanco de gasa, parecido a un traje de novia, pero mucho más sencillo, y muy gastado. Sin embargo lo que más llamaba la atención de aquella visión eran los ojos. De un negro profundo, miraban fijamente a Miguel, transluciendo una inmensa tristeza, aunque parecían incapaces de llorar.

La mujer, lentamente, alargó un brazo en dirección al moribundo. Ese sencillo gesto emocionó a Gabriel, que sintió cómo una lágrima estaba a punto de resbalar por su mejilla. Entonces se percató de que algo había cambiado en la habitación, y recuperó la movilidad. El gesto de Miguel ahora era más relajado, liberado de su lucha por respirar. Lo que vio ya no era su hermano; era solo un cuerpo, el cascarón que había contenido durante veintiséis años su alma. No pudo evitar que el llanto lo invadiera.

Sin saber muy bien por qué, buscó con la mirada la figura de la misteriosa muchacha, esperando que su visión lo reconfortara. Pero no la encontró. Ni en la puerta, ni a los pies de la cama, ni en el reflejo del espejo.

Ahora sí que estaba solo en casa.

El jaleo de la calle en hora punta no conseguía distraerle de sus pensamientos. La gente pasaba a su lado, chocaba contra él, sin que Gabriel siquiera reaccionara.

Ya habían pasado tres semanas desde que Miguel había muerto. Aunque lo echaba de menos, apenas había pensado en él en todo ese tiempo. Su mente estaba totalmente bloqueada, sus pensamientos iban y venían siempre alrededor de la misma imagen, de la misma pregunta.

—¿Quién era ella?

Solo la había visto durante unos instantes en el reflejo de un espejo, en un lugar en el que no debería haber habido nadie. Gabriel había estado conmocionado por lo que le esperaba a su hermano, y sabía que no pensaba con claridad. Todo indicaba que la muchacha era producto de su imaginación. Pero, a pesar de todo, dentro de su cabeza solo había sitio para ella. Se había convertido en su obsesión.

En el trabajo le iba mal. Muy mal. Se mostraba irascible y antipático con los compañeros y los clientes. No realizaba las entregas a tiempo. La semana pasada había sufrido un accidente con la camioneta, y a punto estuvo de matar a tres personas. Esa misma mañana su jefe le había increpado por su actitud, pero él no estaba de humor para soportar la bronca y lo dejó plantado con la palabra en la boca. Durante un momento pensó en las consecuencias, en que lo despedirían, pero no le importó. Pronto sustituyó aquellos pensamientos.

—¿Quién era ella?

Gabriel seguía caminando, sin reparar en nada de lo que le rodeaba. Tampoco le importaba. Ahora su mundo se había reducido a dos simples cuestiones: quién era ella, y cómo podía encontrarla de nuevo.

Inconscientemente, sus pasos lo habían llevado frente a un escaparate. Se trataba de una tienda de vestidos de novia, donde buscaba con la mirada alguno que se pareciera al que llevaba puesto la muchacha de su visión.

Todos aquellos vestidos eran bonitos, pero ninguno se parecía al que buscaba. Estos eran de diseños modernos, la mayoría ostentosos. Aquella chica vestía uno mucho más viejo, más antiguo, y sin lugar a dudas mucho más sencillo.

De todo el muestrario solo había uno que se le pudiera parecer. Se encontraba en un rincón de la tienda, detrás del escaparate. No estaba colocado en un maniquí, como la gran mayoría, sino que se hallaba colgado de la pared, clavado con alfileres casi invisibles. Creaba un efecto óptico bastante curioso: parecía que el espíritu de una novia fantasmal hiciera levitar el vestido.

Una imagen reflejada en el escaparate hizo que a Gabriel se le disparara el corazón. Por un momento creyó ver a la chica. Se giró rápidamente, y no tardó mucho en darse cuenta de que el reflejo pertenecía a una mujer cualquiera que vestía de blanco. Era guapa, y en cualquier otra ocasión se habría parado a observarla, pero ahora no pudo sentir otra cosa que desilusión.

La mujer se introdujo a empujones entre el gentío que esperaba a que el semáforo se pusiera en verde para los peatones. Gabriel musitó un insulto dirigido a la mujer, tanto por su comportamiento grosero como por la osadía de haberle hecho creer que ella era la muchacha que tanto ansiaba ver.

De pronto, la tragedia se consumó. El potente rugido de un motor fue sucedido por el chirriar de neumáticos sobre el asfalto. Antes de que el sonido de la frenada cesara, se pudo escuchar un fuerte golpe, acompañado por el grito y los gemidos de la gente que había sido testigo del accidente.

Gabriel avanzó hacia la multitud que se aglomeraba alrededor del peatón accidentado, movido por una atracción morbosa que no reconocía como parte suya. Varios de los testigos habían sacado sus teléfonos móviles, algunos para llamar al número de emergencias, otros para grabar la escena.

Sin apenas esfuerzo, Gabriel se había abierto paso entre el gentío y plantado en primera línea. El conductor todavía se estaba bajando del coche, visiblemente conmocionado, para socorrer a la víctima. Se trataba de la mujer de blanco que había visto antes.

No sintió pena al ver que la mujer iba a morir. Tampoco asco por las feas heridas que decoraban su cuerpo ni por la sangre que teñía de rojo el vestido. Lo que sintió fue que su corazón se aceleraba de nuevo. Allí, junto a la accidentada, vio unos pies descalzos que asomaban tras los bajos grisáceos de un vestido de gasa.

Alzó la vista, venciendo al terrible miedo de volver a desilusionarse, y descubrió con gran alivio y emoción que ella estaba allí. Estaba mirando fijamente a la mujer, en sus ojos la misma mirada triste con la que había contemplado a Miguel el primer día que la vio.

La moribunda gemía de dolor, pero Gabriel ya no le hacía ningún caso. En cambio, la muchacha solo tenía ojos para ella. Simplemente se limitaba a observarla, totalmente inmóvil. Como si fuera movida por un acto de solidaridad, la joven se agachó y acarició el rostro de la accidentada, un simple gestó de ternura. En ese momento los quejidos cesaron, y la muchacha alzó la vista.

Por primera vez las miradas de ambos se cruzaron. Gabriel se quedó embelesado al verse reflejado en sus ojos. Ella, en cambio, se sorprendió. Su rostro angelical mudó a una mueca de incomprensión. Tras unos segundos en los que el tiempo pareció detenerse, dio dos pasos hacia atrás, se giró lentamente y se perdió entre la gente.

—¡Espera! —gritó Gabriel.

Intentó alcanzarla, pero la multitud le impedía avanzar. El sonido de una ambulancia comenzó a acercarse a gran velocidad, pero ya era demasiado tarde. Para la mujer de blanco y para el propio Gabriel ya había pasado su oportunidad.

Por fortuna para Gabriel, su obsesión con la muchacha había desaparecido. Tres meses habían pasado desde que la vio por última vez, desde el día en que la otra mujer perdiera la vida en aquel trágico accidente.

Todo eso ya era historia. Ahora su cabeza andaba inmersa en profundas reflexiones por culpa de otra mujer. La muerte de Miguel resultó ser un golpe demasiado duro para su madre. La pérdida de un hijo le provocó una profunda depresión que, aparte de crear graves conflictos en casa, la llevaron a intentar suicidarse. Fue el propio Gabriel quien la halló, a tiempo de salvarle la vida.

Ahora, como todos los días, se dirigía al psiquiátrico donde la habían internado. Después de salir del hospital, les recomendaron que la ingresaran en una clínica especializada para que recibiera ayuda. De lo contrario, las tentativas de suicidio podían repetirse y, aunque era probable que volviera a fracasar, las posibilidades de que consiguiera su objetivo eran demasiado amplias.

Gabriel odiaba aquel lugar. Con tan solo poner el pie en los jardines que había a la entrada de la institución se sentía enfermo, como si las dolencias que allí sufrían los pacientes pudieran ser contagiosas. Cuando veía a los internos, sentía pánico al pensar que su madre pudiera acabar como ellos: locos desequilibrados incapaces de hacer nada por sí mismos, que acababan esclavizando involuntariamente a los familiares que tanto los querían.

Cuando traspasó la puerta metálica que daba acceso al pabellón donde se encontraban los enfermos más leves, un gran revuelo llamó su atención, al igual que a la mayoría de los presentes. Provenía de un pasillo contiguo. Dos celadores corrían a toda velocidad hacia aquel pasillo, y varios internos los seguían, gritando y armando mucho jaleo.

La curiosidad pudo con Gabriel, que se dirigió al pasillo en cuestión. Al doblar la esquina, vio con horror cómo dos pacientes se habían enzarzado en una pelea con un celador. Este último se hallaba tirado en el suelo, con unas tijeras clavadas en el pecho. Los dos enfermos lo habían atacado por sorpresa y le habían arrebatado la herramienta. Forcejearon y las tijeras acabaron clavadas en el pecho del celador hasta las agarraderas. El herido se contorsionaba en el suelo con claras muestras de dolor, pero no gritaba. Solo lanzaba unos ininteligibles gorgoteos a la vez que se llevaba las manos a las tijeras y al cuello.

Uno de los celadores que acababa de llegar ayudó a otros tres que ya estaban allí a contener a los dos agresores, mientras que el otro intentaba mover al herido para llevarlo a la enfermería. Entonces se vio que también tenía un rotulador clavado en el cuello, lo que provocaba aquel desagradable gorgoteo. Al incorporarlo, el celador herido escupió, o más bien vomitó, una cantidad increíble de sangre.

Aquella visión hizo que Gabriel retorciera el gesto y volviera la mirada. Una arcada le llegó a la boca, que contuvo a duras penas. Cuando volvió a observar la escena, se quedó paralizado. Otra vez, allí mismo, estaba ella.

Ya no recordaba qué era lo que tanto le había atraído de ella la primera vez que la vio, pero de nuevo sintió aquella extraña sensación al ver el rostro tan pálido y la mirada triste fija en el herido.

Solo entonces se dio cuenta de quién podía ser ella. La que siempre aparecía cuando alguien iba a abandonar este mundo. Era la Muerte.

Lejos de sentir miedo, Gabriel notó una enorme alegría dentro de sí. Ahora que por fin conocía su identidad, se creía capaz de poder acercarse a ella.

Dio un paso en su dirección, vacilante. Otro paso, otro más, hasta quedar a un palmo de la muchacha. Ella no se había movido ni un ápice de donde estaba, manteniendo la mirada fija en el moribundo.

—¿Por qué no me miras? —dijo Gabriel, al ver que la mujer no había dado muestras de advertir su acercamiento.

Al igual que cuando Gabriel fue testigo del atropello, la enigmática muchacha transformó su mueca de tristeza en una de sorpresa al darse cuenta de que alguien percibía su presencia. Levantó lentamente el rostro, y por fin miró fijamente a los ojos de Gabriel.

—¿Tú? —dijo con una voz suave y temblorosa—. ¿Puedes verme? ¿Por qué?

Gabriel no sabía que contestar. La verdad es que no tenía la menor idea de porqué era capaz de ver al Ángel de la Muerte. Quería contestar, expresar sus dudas y sus sentimientos, pero no pudo. Un fuerte nudo se había formado en su garganta. Incapaz de expresarse mediante palabras, sucumbió a un acto instintivo: alargó la mano en un torpe intento de acariciarle la cara.

La muchacha retrocedió sobresaltada.

—¡No puedes…! ¡No debes…!

Sin concluir la frase, se agachó, posó su mano sobre el herido y desapareció.

—Está muerto —dijo el celador que lo había intentado socorrer—, no podemos hacer nada.

Gabriel se encontraba dónde estaba antes, en el mismo lugar que ocupaba cuando descubrió la escena. No parecía haberse movido del sitio, y ninguno más de los presentes dio muestras de haber visto a la Muerte.

Ligeramente mareado, volvió por el mismo pasillo por el que había venido y se dirigió a la salida. Necesitaba respirar un poco de aire fresco y poner un poco de orden en sus ideas, aunque aquello fuera tarea imposible. De nuevo su cerebro había dejado de funcionar de una forma normal, centrándose única y exclusivamente en la mujer que, de nuevo, acababa de convertirse en una obsesión.

Aquel día Gabriel se sentía especialmente contento. No experimentaba una felicidad igual desde hacía mucho tiempo. Cuando se levantó por la mañana, una sonrisa de oreja a oreja decoraba su demacrado rostro. En los últimos meses había perdido mucho peso. Apenas comía, y casi no dormía. Su obsesión se había convertido en el eje de su vida.

Sin previo aviso, había dejado de ir a trabajar. Ya casi no veía a sus padres. En cambio, dedicó todo su tiempo a una búsqueda poco fructífera.

Primero pasó largas noches en cementerios. Tras una semana sin obtener más resultado que dos detenciones por invadir un recinto privado, Gabriel llegó a la conclusión de que allí no la encontraría. La Muerte trabajaba con moribundos, y allí todos llevaban muertos mucho tiempo.

Siguiendo esa línea de razonamiento, comenzó a visitar hospitales. Gabriel maldijo la medicina moderna, ya que los decesos en los hospitales eran mínimos y difíciles de predecir. En dos meses solo había conseguido ver morir a dos personas, ambas en la distancia y rodeadas por sus seres queridos. En ninguna de las dos ocasiones puedo ver con claridad al objeto de su obsesión.

Sin embargo eso iba a cambiar esa misma mañana. Por eso estaba tan contento.

Después de un copioso desayuno se dio una buena ducha y se afeitó la descuidada barba, que llevaba semanas sin retocarse.

Sí, aquel día prometía ser realmente especial. Llevaba mucho tiempo esperándolo.

Salió del motel de carretera donde estaba alojado y se internó en un bosquecillo que había un kilómetro más al sur. La zona era ligeramente montañosa, y Gabriel comenzó a ascender. Casi una hora después llegó a su destino: una destartalada cabaña.

Era una cabaña que habían utilizado los cazadores de la zona para protegerse si les sorprendía una tormenta en plena cacería. Gabriel y Miguel la habían visitado cuando eran pequeños, cuando ambos acompañaban a su padre a cazar. Pero desde que la zona fuera catalogada como reserva natural, la cabaña había caído en desuso y era prácticamente una ruina.

Con cierto esfuerzo, Gabriel consiguió abrir la puerta de entrada. El interior estaba sucio y desordenado. Todas las ventanas estaban rotas, los cristales esparcidos por toda la estancia. El suelo estaba cubierto por una espesa capa de mugre, mezcla de polvo, barro, hojas secas y excrementos de animales.

Pero una zona se veía limpia. Era la huella de algo que había sido arrastrado, desde la entrada hasta otra puerta, al fondo de la estancia, que conducía a otra habitación, y que en aquellos momentos estaba cerrada. Gabriel se dirigió con determinación hacía aquella puerta y la abrió sin más preámbulos.

En la habitación había dos hombres, atados de pies y manos y amordazados. Los dos tenían un aspecto sucio y desaliñado. Desprendían un fuerte olor, producto de la grave falta de higiene que conllevaba la indigencia. Félix y Ramón, los pobres infelices, habían sido engañados por Gabriel con la promesa de una comida caliente si le ayudaban en un trabajo. Ambos cayeron en la trampa, y ahora se encontraban en una situación de la que no guardaban esperanzas de escapar.

Uno de los hombres intentó decir algo, pero la mordaza amortiguaba las palabras, volviéndolas ininteligibles.

—Lo siento, Félix —se disculpó Gabriel con él, luego se dirigió al otro—. Lo siento Ramón. Os juro a los dos que yo nunca deseé hacer esto. No soy mala persona. Pero no tengo más remedio que hacerlo si quiero volver a verla. Y creedme, no hay nada en este mundo que desee más que volver a verla.

A pesar de que las palabras de Gabriel eran sinceras, no resultaron de mucho consuelo a sus dos víctimas.

Obligó a uno de los dos a levantarse y lo empujó afuera de la cabaña. No importaba mucho que lo que iba a hacer sucediera en el interior o en el exterior, pero Gabriel prefería hacerlo fuera. Le parecía un lugar bastante hermoso. Además, no creía apropiado sacrificar a Félix delante de Ramón. Suficiente mal trago le estaba haciendo pasar como para obligarle a contemplar lo que, sin lugar a dudas, también era su destino.

—Lo siento, Félix —repitió Gabriel, acercando sus labios al oído de su víctima.

Un cuchillo se clavó en el vientre del vagabundo, que aún seguía atado y amordazado. La sangre, bastante más oscura de lo que Gabriel había imaginado, resbaló por el mango del cuchillo, empapándole la mano que todavía sujetaba el arma. Extrajo la hoja para volver a clavarla de nuevo. Cuando volvió a sacar el cuchillo, dejó que Félix se desplomara en el suelo. Gabriel se sentó junto a la puerta de la cabaña, esperando.

Confiaba en que las puñaladas resultaran mortales, aunque esperaba que no fueran instantáneas. El resto de las muertes de las que había sido testigo habían sido acompañadas de una dolorosa agonía, y ahora intentaba reproducir las mismas condiciones que había observado en otras ocasiones.

Respiró tranquilo cuando vio que Félix se movía, intentando levantarse a pesar de seguir maniatado. Eso era señal inequívoca de que todavía seguía vivo. Más alivio sintió cuando lo vio rendirse y dejarse caer al suelo. Vio cómo su agitada respiración se iba ralentizando, cómo se le escapaba la vida con cada exhalación. Gabriel no pudo dejar de emocionarse al ver que se acercaba el momento.

Comenzó a mirar en todas direcciones, deseoso de encontrar a la muchacha. Se levantó del suelo y recorrió la zona, pero sin llegar a alejarse del cuerpo casi muerto de Félix. Se acercó al moribundo, con la ira creciendo en su interior. ¿Cómo era posible que no apareciera? Le dio la vuelta al cuerpo, dejándolo boca arriba.

En ese momento se dio cuenta del cambio. Vio cómo las pupilas de aquellos ojos azules, que solo reflejaban terror, se dilataban sin dejar apenas rastro del iris. El nerviosismo se apoderó de él.

—¿Por qué lo has hecho?

La voz sobresaltó a Gabriel. Con la piel de gallina y el vello erizado a causa de la emoción, se giró lentamente, saboreando aquel instante tan esperado.

—Sabía que vendrías —dijo Gabriel con apenas un hilo de voz.

La muchacha, la Muerte, se encontraba delante de él, apenas a un metro. El vestido de gasa, a pesar de rozar el suelo, no arrastraba la hojarasca. Como de costumbre, sus labios destacaban en el blanco rostro, pero sus ojos no mostraban tristeza ni sorpresa. En la mirada se podía leer reproche.

—¿Por qué me miras así? —quiso saber Gabriel—. Solo quería volver a verte, hablar contigo. Estar juntos los dos.

—¿No lo entiendes? —respondió la Muerte sin apenas alzar la voz—. Yo no pertenezco a este mundo, no deberías siquiera poder verme. ¿Cómo pretendes que esté contigo?

Gabriel no supo que responder. Ser rechazado de una forma tan fría lo había desarmado por completo. Si ella no lo aceptaba, ¿qué sería de él?

—¡Yo te amo! —gritó cuando vio que ella se agachaba para tocar el cuerpo de Félix.

La muchacha no le hizo caso. Acarició levemente el rostro del moribundo. Sus pupilas se encogieron, convirtiéndose en diminutos puntos negros en el instante en que dejó de vivir. Luego el Ángel de la Muerte desapareció.

Sin darse por vencido, Gabriel entró en la cabaña. Agarró al otro vagabundo y lo arrastró al exterior mientras el pobre condenado se debatía con todas sus fuerzas. Cuando consiguió sacarlo, y antes de que Ramón viera el cuerpo sin vida del que había sido su compañero, Gabriel le pasó el cuchillo por la garganta. Apenas tardó treinta segundos en morir. La sangre formaba pompas alrededor del cuello, justo por donde se había abierto paso el filo del cuchillo.

Gabriel no podía mantenerse quieto. Caminaba de un lado para otro, apartando la vista del moribundo solo para ver si la muchacha había vuelto a aparecer. No tardó en hacerlo.

—¿Por qué lo haces? —volvió a preguntar la mujer—. Nunca conseguirás lo que quieres. ¡Está fuera de tu alcance!

—¡Seguiré haciéndolo hasta que estemos juntos! —gritó Gabriel, al borde de perder los papeles—. Si esta es la única manera de poder verte, que así sea. ¡Pero nunca me rendiré!

Por primera vez desde que la conocía, el Ángel de la Muerte dejó de lado su misión. Se alejó del cuerpo de Ramón y se acercó a Gabriel. En su rostro, también por primera vez, se dibujaba un atisbo de sonrisa. Gabriel alargó una mano para acariciarle el rostro.

—¡No! —se apartó la muchacha.

—¡Yo te amo! —sollozó Gabriel—. Te amo más que a nada en este mundo.

La muchacha hizo ademán de acariciarle, pero mantuvo su mano a una distancia prudencial.

—Es imposible —sentenció—. Me gustaría poder amarte, pero no puedo. Soy el Ángel de la Muerte, la encargada de acompañar las almas desde este mundo al otro. Cualquier sentimiento humano me es ajeno.

Gabriel se dejó caer al suelo. Lloraba amargamente, sentía un dolor superior a cualquier tortura. Al fin pareció darse por vencido, dispuesto a concederle la razón a la muchacha.

El Ángel de la Muerte se acercó al cuerpo del segundo vagabundo, preparada para cumplir con su cometido.

—¿Puedo pedirte algo? —dijo Gabriel, que acababa de levantarse y se acercaba a la muchacha—. ¿Una última cosa?

La muerte pareció dudar durante un instante. Finalmente se incorporó y se encaró a Gabriel.

—Bésame —pidió.

—No.

—Tengo que besarte —suplicó, con las lágrimas de nuevo aflorando a sus ojos.

—Sabes que no puedes.

—Y tú sabes que tengo que hacerlo. Me lo debes.

—Yo no te debo nada.

Durante unos instantes se hizo el silencio. Finalmente, ella acercó su rostro hacia el de él. Ambos cerraron los ojos. Sus labios se juntaron.

Gabriel se sintió realmente feliz en aquel momento. Era la última oportunidad que tenía para convencer a la muchacha de que sí era posible que estuvieran juntos. Fue el beso más dulce y tierno que había dado en su vida.

Aunque en un principio había albergado dudas sobre si funcionaría, ahora estaba convencido de que siempre había tenido razón y que ambos estaban hechos el uno para el otro. Se sentía tan feliz, besando a la mujer que tanto había amado durante los últimos meses, que notaba el corazón a punto de explotar.

Pero no era el corazón lo que comenzó a dolerle. Los labios, la lengua, las mejillas. Un frío intenso le fue invadiendo poco a poco la boca. No podía respirar. El aire le desgarraba la nariz y la garganta, sin llegar a los pulmones. Notaba cómo la piel de la cara comenzaba a arderle.

Intentó separarse de la Muerte, dar por finalizado el beso, pero no pudo. No porque ella no le dejase, sino porque su cuerpo no reaccionaba. Y lo peor de todo es que era consciente de lo que le pasaba a cada centímetro de su cuerpo, sensible a cada milímetro de dolor.

Los ojos le escocían como si le hubieran vertido agua hirviendo. Notaba cómo sus entrañas se removían en su interior, cómo el estómago se agujereaba y cómo las tripas se entrelazaban. El corazón palpitaba tan deprisa que amenazaba con estallarle en cualquier momento. Sentía en sus venas la sangre fría como el hielo, pero que le abrasaba igual que si fuera ácido.

El dolor en todo el cuerpo era insufrible. Gabriel comprendió que no solo se estaba muriendo, sino que cada célula de su cuerpo, cada parte de su ser, estaba siendo destruida por el aliento del Ángel de la Muerte.

Las piernas le fallaron y cayó al suelo, aunque no fue consciente de ello. No sentía nada más que dolor. Su cerebro ya no funcionaba, solo era sensible al tremendo sufrimiento. Ni el odio, ni el amor, ni la tristeza tenían ya cabida. Ni siquiera el deseo de la muerte como punto final.

Y finalmente llegó. La nada absoluta. Ni dolor, ni sentimientos, ni consciencia. Absolutamente nada.

El Ángel de la Muerte acercó los labios a los del chico. Albergaba la esperanza de que no ocurriera nada, pero en el fondo sabía lo que sucedería.

Apenas sus bocas se rozaron, notó cómo le absorbía la vida. El simple tacto de su piel era suficiente para llevarse el alma de una persona, pero su aliento era mil veces más poderoso. En un solo instante, dejó el cuerpo de Gabriel sin vida.

Se alejó un par de metros del cuerpo inerte, sintiendo la misma pena que sentía por cada alma que recogía. Le hubiera gustado llorar, como cada vez que tenía que realizar un trabajo, pero sabía que no lo haría. En toda la eternidad no había derramado una sola lágrima, y aquélla no sería la primera vez.

Sin volver a pensar en el muchacho, se giró sobre sí misma y vio al hombre desaliñado que había sido degollado. Lo miro fijamente, sintiendo una enorme tristeza en su interior. Dio dos pasos para ponerse junto a él. Dobló ligeramente las rodillas y posó su mano sobre un hombro. Notó como el alma del hombre era absorbido por su cuerpo. Luego, el Ángel de la Muerte cerró los ojos y desapareció.