Ilusa

Andrea conducía la furgoneta con extrema precaución. El vehículo daba un bote cada vez que las ruedas no lograban esquivar alguno de los múltiples baches y socavones que sembraban la carretera, lo que hacía sufrir a la profesora por el delicado equipo que llevaban en la parte trasera.

—Entonces, ¿está segura de que no aparecerán fantasmas mientras lo preparamos todo? —preguntó Xabi.

—Ya os lo he dicho —respondió, cansada de tener que repetir lo mismo por tercera o cuarta vez—. Los espectros no pueden manifestarse hasta que haya anochecido del todo. Los datos que tenemos son evidentes.

El estudiante se rebulló en el asiento central, no muy convencido.

—Eso espero, porque como vea uno antes de tiempo me cago de miedo.

La chica que viajaba junto a la ventanilla suspiró ante el patético comentario de su compañero. Apenas había hablado durante todo el viaje, y las pocas palabras que cruzó con ellos fueron secas y carentes de emoción.

Los dos alumnos que harían las funciones de ayudantes no podían ser más diferentes entre sí.

Mónica era una de sus estudiantes más brillantes. De no ser por la mala cabeza que tenía, su gusto por las fiestas descontroladas, su propensión a desafiar a toda autoridad que se atreviera a decirle lo que había que hacer, y su desmesurado ego a la hora de afrontar situaciones para las que todavía no estaba preparada, Mónica habría aprobado su asignatura con algo muy parecido a matrícula de honor.

Todo lo contrario que Xabi. El chico no destacaba precisamente por su inteligencia; no es que fuera tonto, pero la carrera que había escogido le venía demasiado grande. Si había llegado tan lejos, suponía Andrea, era por su tesón a la hora de estudiar, por no conformarse cuando no entendía algo, y por saber obedecer y aplicar sus conocimientos con lógica. Andrea nunca hubiera imaginado que contaría con Xabi para llevar a cabo un experimento como el que se traía entre manos.

Unos minutos después la furgoneta pasó entre dos pilares de piedra. Antaño sujetaron enormes puertas de hierro forjado, y ahora todavía señalaban el límite de la propiedad privada.

—En cuanto nos detengamos —empezó Andrea a impartir instrucciones—, quiero que descarguéis todo el material y vayáis metiéndolo en la casa. Tenemos tiempo suficiente para montar el dispositivo, pero si nos demoramos demasiado anochecerá antes de que todo esté operativo.

El furgón continuó avanzando por un camino de tierra. Irónicamente, se encontraba en mejor estado que la carretera asfaltada. Después de atravesar dos kilómetros de bosque, idéntico al que les había acompañado gran parte del trayecto, alcanzaron un gran claro en cuyo centro se erguía la magnífica construcción.

Sin embargo, esa magnificencia se diluía cuando el observador se acercaba a la casa. Sin tanta distancia, las paredes lucían agrietadas y descoloridas; el tejado se veía hundido en varias zonas, incluso agujereado en algunos puntos; una de las tres chimeneas se había desplomado, convertida en un montón de cascotes; algunas ventanas, tanto de la planta baja como del piso alto, estaban rotas, y otras habían sido cegadas con tablones.

Andrea detuvo el vehículo junto a la entrada principal, ansiosa por empezar con los preparativos, y saltaron al suelo de gravilla. Sin decir palabra, Xabi abrió la puerta lateral y comenzó a sacar los bultos atados en el interior de la furgoneta. Su compañera, en cambio, se quedó mirando a la casa.

—Ahí arriba hay alguien —dijo Mónica con voz desapasionada. Su corta melena negra, rosa y azul bailó en el aire cuando se volvió hacia su profesora—. He visto luz en esa ventana y una sombra que se movía en el interior.

—Ya os advertí de la sugestión que provoca un lugar como este —replicó Andrea—; en la casa no hay electricidad, así que no has podido ver ninguna luz.

La chica, sin estar convencida del todo, se encogió de hombros y se puso a trabajar junto a su compañero.

Mientras los alumnos descargaban el equipo, Andrea abrió la enorme puerta de madera de la casa y pasó al interior. Una vez más sintió que aquel sitio era perfecto para su experimento. Cada vez que acudía allí, se convencía más de que la elección era la adecuada y de que reunía unas condiciones óptimas. Incluso en la visita que había hecho esa misma mañana, cuando el sol estaba a punto de alcanzar su cenit y la superstición y el miedo se rendían ante los torrentes de luz, supo que nunca encontraría mejor lugar que ese para su experimento.

Mucho dependía de que todo saliera bien. Si tenían éxito, podría corregir hasta cierto punto la injusticia que se produjo cuatro años antes. Por supuesto, sus jóvenes ayudantes no conocían todos los detalles de lo que iban a llevar a cabo. Sabían lo que tenían que saber y nada más: que iban a intentar abrir un portal hacia el otro lado, al más allá; que iban a obtener energía de ese otro mundo; y que, aunque la experiencia podía resultar aterradora para ellos, no participar en el experimento les supondría un suspenso difícil de levantar.

Aquella casa era uno de esos sitios que se decían «embrujados». Andrea llevaba tiempo estudiando de forma científica los sucesos que acaecían allí, y llegó a la conclusión de que las mediciones obtenidas solo se podían explicar atendiendo a parámetros sobrenaturales. Según su teoría, la barrera que separaba el mundo físico del espiritual se hallaba debilitada en ese lugar.

Lo primero que hizo Andrea fue inspeccionar el pequeño despacho al que se accedía desde el salón. Temía que algo hubiera sucedido desde que estuvo allí esa misma mañana. Todo seguía tal y como lo había dejado, y solo entonces sintió cierto alivio. Luego se dirigió a la parte trasera de la casa y accionó el generador diesel que les permitiría tener electricidad. Cuando regresó, sus jóvenes ayudantes estaban terminando de descargar el equipo.

—Buen trabajo, chicos —les felicitó—. ¿No ha salido ningún fantasma a echaros una mano?

Mónica apoyó una maleta metálica en el suelo y se volvió hacia Andrea. Su ceja alzada y sus labios fruncidos bastaron para señalar que su pequeña broma no le había hecho gracia.

—Pues yo creo haber escuchado golpes en el piso de arriba —dijo Xabi. El chico estaba inquieto, más nervioso de lo habitual. La naturaleza del experimento que iban a realizar le afectaba más de lo esperado—. Parecían pasos. ¿Podría ser la misma persona que vio Mónica antes?

Andrea contuvo las ganas de agarrar al estudiante por los hombros y zarandearlo con fuerza para sacudirle toda la paranoia.

—Siento decirte que he sido yo —mintió—. Ya sé que dije que la parte de arriba puede ser peligrosa, pero debía comprobar que lo que vio no fuera real. Y sí, tal y como aseguré, está vacía.

Sin esperar a ver si sus palabras habían calmado los temores del chico, cogió la maleta que había dejado Mónica y entró en la casa. Los dos ayudantes la siguieron con el último material.

El montaje del dispositivo no tuvo ninguna complicación. Su equipo de la universidad había diseñado todo acorde a sus instrucciones, y fue la propia Andrea quien redactó los manuales para que cualquiera con unos mínimos conocimientos pudiera llevar a cabo la tarea.

Aunque todavía faltaba tiempo para que anocheciera, la oscuridad no tardó en adueñarse del interior de la casa. Tras pulsar un interruptor se encendieron dos bombillas, sin más adorno que el casquillo en que iban enroscadas, y cada una alumbró una mitad del salón. Los tres trabajaron en silencio bajo la luz ambarina. Cuando terminaron, un vistazo al reloj les indicó que todavía tenían una hora antes de empezar con el experimento.

Xabi, a quien el trabajo parecía haberle hecho olvidar su miedo a los fantasmas que pudieran habitar aquella casa, acercó una nevera de camping y repartió bocadillos y bebidas. Tanto la profesora como los alumnos se sentaron en sillas plegables alrededor de la nevera, que hacía las veces de mesa. Andrea abrió un refresco mientras masticaba en silencio, sin apenas saborear lo que estaba comiendo. Tampoco escuchaba la conversación que mantenían Mónica y Xabi. En su cabeza solo había cabida para el experimento; tenía que salir bien, no contemplaba ninguna otra alternativa.

Tan sumida estaba en sus propios pensamientos que se sobresaltó cuando sus ayudantes se pusieron en pie de un bote. El susto hizo que la lata que todavía mantenía en la mano se escurriera entre sus dedos. Entonces comprendió el porqué de aquella agitación: una de las bombillas había comenzado a dar vueltas en el aire, trazando círculos a gran velocidad.

—Eso no son imaginaciones mías. —La voz de Xabi sonaba suplicante, deseosa de que alguien ofreciera una explicación lógica.

Mónica puso una mano apaciguadora sobre el hombro de su compañero.

—Tranquilízate —dijo—. Sabemos que puede dar miedo, pero no tienen la capacidad de hacernos daño. ¿Verdad, profesora?

Andrea no podía dejar de mirar el baile de la bombilla. Aún no había caído la noche en el exterior y en aquella casa ya se observaban manifestaciones paranormales. Si todavía albergaba dudas sobre la idoneidad del lugar para lo que pretendía llevar a cabo, se acababan de esfumar con lo que estaba viendo.

—¿Profesora?

Parpadeó varias veces para borrar el reflejo verde que se había grabado en sus retinas y miró a Mónica. No parecía asustada, al menos no tanto como el chico.

—¿Qué? —preguntó titubeante, buscando las últimas palabras que había escuchado—. ¡Ah, sí! Las entidades no corpóreas solo tienen la capacidad de aplicar energía cinética a pequeños objetos y por periodos muy cortos de tiempo. —Como si quisiera corroborar las palabras de Andrea, la bombilla dejó de girar y se limitó a balancearse de un lado a otro antes de detenerse—. ¿Lo veis? Por mucho que salga en las películas de miedo, ningún fantasma puede lanzar platos de un lado a otro de una habitación.

A pesar de sus palabras, los dos estudiantes solo consiguieron mostrarse más tranquilos cuando la bombilla se paró del todo. Sin embargo, ninguno volvió a tocar los bocadillos a medio comer. Habían perdido el apetito.

—Si os parece bien, podemos adelantar el momento de arrancar con el experimento —dijo Andrea, ansiosa de empezar a trabajar.

Los dos jóvenes, inquietos tras el episodio con la bombilla danzante, no se negaron. Cuanto antes comenzaran, más pronto terminarían y menos tiempo deberían permanecer en aquel lugar tan espeluznante.

—¡De acuerdo, manos a la obra! —La profesora acompañó sus entusiastas palabras con una palmada que resonó por toda la habitación. Después se puso a impartir órdenes—. Xabi, arranca el equipo y mantenlo estable por debajo del umbral de energía. Mónica, sincroniza la base de datos con el módulo de detección de espectro y la batería de sensores. Avisadme cuando lo tengáis todo listo.

Los estudiantes se pusieron en movimiento, contagiados por el fervor que irradiaba su jefa. Conocían a la perfección sus tareas, así que no había razón para que algo no fuera como se esperaba.

Andrea sacó su portátil y lo conectó a la matriz central del dispositivo. Chequeó todos los protocolos de control y sonrió satisfecha al confirmar que todo era correcto.

—Ya falta muy poco, cariño —susurró—. Pronto volveremos a estar juntos.

Sin poder contener la emoción, se acercó a la ventana y oteó el exterior. El cielo se había oscurecido hasta tomar un precioso tono añil, y ya se podían ver algunas estrellas por encima del bosque que rodeaba la casa.

—Estamos listos —anunció la voz desapasionada de Mónica.

—Bien —contestó. Después, como si acabara de acordarse en ese instante, se dirigió a los trípodes colocados alrededor del equipo y comenzó con la grabación del experimento. Se aclaró la garganta antes de hablar—. Como sabéis, la prueba consta de cuatro fases. La primera, la apertura del portal, es la que más dudas plantea; con la potencia que ofrece el generador debería de bastar para acceder al otro lado. La segunda fase es la retroalimentación; abrir el portal no requiere de mucha energía, pero sí mantenerlo y estabilizarlo; si todo va como debería, el equipo usará la energía extraída del otro lado para alimentarse así mismo. Tercera fase: estabilización y toma de datos; ya sabéis todo lo que tenéis que hacer cuando alcancemos ese punto, y confío en vosotros para que vaya como la seda. Por último, la cuarta fase es en la que cerraremos el portal y evaluaremos posibles consecuencias. ¿Alguna duda?

Nadie dijo nada. Mónica se frotaba las manos, deseosa de comenzar, y Xabi no dejaba de observar todo a su alrededor, temeroso de que apareciera un nuevo fantasma con ganas de pasárselo bien a su costa.

—Pues empecemos.

Andrea se sentó junto a su portátil y activó la secuencia de arranque. El dispositivo empezó a zumbar con fuerza. Varias luces leds se iluminaron en la estructura donde se generaría el portal: dos piezas simétricas, alargadas y arqueadas, que hacían confluir sus haces de energía sobre una plataforma de rejilla.

—Está al setenta por ciento, profesora —anunció Mónica—. Requiere mucha más energía de la que había calculado. Necesitamos un poco más de potencia.

—El generador está al límite —protestó Xabi—, no sé si lo aguantará.

Ignorando la última advertencia, Andrea forzó el aparato hasta el máximo. Las bombillas del techo parpadearon unos instantes antes de apagarse. Fuera, el generador diesel se paró con una explosión que llegó hasta ellos de manera sofocada.

El salón de la casa se había quedado casi a oscuras. Solo el resplandor de las pantallas de ordenador y los leds del equipo permitían distinguir los bordes y contornos del resto de objetos y personas. Sin embargo, sobre la plataforma de rejilla, un diminuto punto luminoso flotaba a un metro del suelo.

—¡El portal está abierto! —A juzgar por el tono de Mónica, se podía decir que nunca confió en lograr semejante meta. En cualquier otra ocasión, Andrea le hubiera dedicado algunas palabras recriminatorias por su falta de fe, pero en ese preciso instante le daba igual lo que pensase cualquiera—. Tal y como esperábamos, se está alimentando desde el otro lado.

—Xabi, tu turno.

El chico manipuló una serie de potenciómetros en un pequeño panel de control. De forma lenta aunque continuada, el punto luminoso empezó a crecer.

—¡Perfecto, sigue así!

Mientras el tamaño del portal aumentaba, un nuevo sonido comenzó a sobreponerse por encima del zumbido del dispositivo. Algo parecido a una risa, pero mucho más desagradable, llenó la habitación. No procedía de ningún punto en particular; era como si el propio aire que les rodeaba se estuviera mofando de ellos.

—¡Ignoradlo! —dijo Andrea, rechazando el miedo que provocaban las carcajadas cada vez más definidas—. Es una manifestación inofensiva que no puede hacernos daño.

Ilusa.

La palabra, que parecía haber sido susurrada justo en su oído, puso a la profesora la piel de gallina. Miró a su alrededor y, tal y como imaginaba, no vio nada. La risa incorpórea ya había desaparecido, y sus ayudantes buscaban nerviosos algo que explicara lo sucedido.

Las dos bombillas que colgaban del techo volvieron a emitir luz, aunque solo se trataba de un brillo demasiado tenue. El resplandor fue ganando fuerza a gran velocidad hasta que su fulgor hizo que parecieran dos pequeños soles. De improviso, las dos bombillas estallaron a la vez. Por suerte, ni ellos ni el equipo estaban debajo de la lluvia de diminutos cristales que se produjo.

—¿Estáis todos bien? —preguntó Andrea.

No hubo respuesta. Los gestos nerviosos que antes les embargaban habían sido sustituidos por una expresión de asombro. Entonces ella también se dio cuenta.

La oscuridad debería de haber vuelto a ser casi completa, pero un resplandor plateado iluminaba toda la estancia. El diminuto portal había crecido hasta alcanzar el tamaño de una pelota de baloncesto, aunque su aspecto era mucho más etéreo; parecía una nube blanca y brillante que se retorcía, formando hilos y volutas que se mezclaban antes de disolverse para volver a nacer instantes después.

—Mónica, ¿funciona bien la toma de datos?

La joven se sobresaltó al darse cuenta de que había descuidado su tarea. Con dos pulsaciones rápidas sobre el teclado del ordenador, comprobó lo que le habían pedido.

—Sí, profesora —contestó sorprendida—. La información no deja de entrar, aunque es mucho más extraña de lo que esperábamos.

—No te preocupes por eso, ya tendremos tiempo de estudiarla. Xabi, aumenta el tamaño del portal de forma paulatina hasta alcanzar un metro de diámetro.

—¿Tan grande? ¿Está segura?

—¡Tú hazlo! —Andrea se exasperaba ante la indecisión del chico. En unos minutos lograría su objetivo, y no pensaba permitir que las dudas de su ayudante interfirieran—. Ya te avisaré si tienes que detenerte antes.

Obediente, Xabi movió algunos de los potenciómetros y la nube radiante palpitó antes de incrementar su tamaño. Satisfecha, Andrea aprovechó el momento de concentración de sus ayudantes para escabullirse al despacho contiguo.

Ninguno de los dos estudiantes se percató de su ausencia. Continuaban absortos en sus labores, controlando el desarrollo del portal y el flujo de información. Todo parecía ir bien, el experimento evolucionaba dentro de los cauces previstos. El portal continuó expandiéndose, y sus jirones de niebla luminosa no paraban de bailar y dibujar patrones aleatorios de extrema belleza.

—¿Estáis viendo eso? —preguntó Xabi, exaltado.

Una pequeña nube se había escindido del cuerpo principal y flotaba alrededor de la niebla de la que había brotado. Al moverse parecía una voluta de humo, pero cuando se detenía semejaba más la consistencia del algodón. No brillaba con tanta fuerza, y el resplandor que proyectaba era de un tono más azulado.

Más nubes surgieron del portal. Parecían tener vida propia y no tardaron en mostrar curiosidad por todo cuanto las rodeaba. Volaron por el salón de la casa, estiradas en finos hilos que ejecutaban giros, piruetas y tirabuzones.

Una de ellas se detuvo frente al rostro de Mónica. La chica miraba el extraño cuerpo algodonoso con ojos maravillados. Sin poder reprimir un impulso, estiró el brazo para acariciar la nube. Sus dedos atravesaron la insustancial forma sin sentir nada, ni siquiera un pequeño roce o una corriente de aire frío.

—Mónica.

Al escuchar su nombre, la estudiante se sobresaltó y retiró con brusquedad la mano. La nube se asustó ante el movimiento y se alejó en dirección al cuerpo principal. El resto de volutas la imitaron, y en solo un segundo todas se integraron de nuevo en la niebla del portal.

—¡Mónica! —volvió a llamarla Xabi. Esta vez se dio cuenta de que su compañero estaba algo más que nervioso.

—¿Se puede saber qué coño te pasa?

No necesitó contestación. En el techo, en un punto en que las viejas vigas de madera lucían desnudas, vio colgando el cuerpo de un hombre. Mónica se levantó con un brinco y tiró la silla plegable.

El cuello del cadáver, rodeado por una gruesa cuerda con un nudo corredizo, parecía roto, y su rostro mostraba el aspecto de una persona que hubiera muerto solo unas pocas horas antes: piel muy lívida, labios amoratados, ojos saltones. A pesar de todos esos detalles, el muerto la miraba a ella con una escalofriante sonrisa que llenaba toda su cara.

La chica retrocedió asustada y tropezó con la silla volcada. Cayó de culo, pero no pareció acusar ningún dolor. Xabi se acercó corriendo hasta ella.

—¿Estás bien? —preguntó mientras la ayudaba a levantarse—. ¿Qué ha pasado?

—¡Que el puto muerto me estaba mirando!

—¿Qué muerto? —Extrañado, el chico se giró y buscó a lo que ella se refería.

—¡El mismo del que me has avisado! —chilló Mónica, casi histérica, mientras señalaba el lugar en el que había visto el cuerpo.

Había desaparecido. De la viga del techo no colgaba nada más que unas pocas telarañas viejas. Temiendo que se hubiera descolgado por su propia cuenta, buscó al cadáver con la mirada por el resto de la habitación. No había rastro de él.

—Lo que te iba a decir es que la profesora ha desaparecido.

Como si esas palabras fueran el final de un chiste, la risa espeluznante volvió a resonar, más estridente y aterradora que minutos antes. Esta vez parecía tener un origen definido, y a ninguno de los dos estudiantes le sorprendió descubrir que provenía del portal. La nebulosa había crecido y las turbulencias que antes se libraban en su interior estaban estabilizadas. Sin embargo, la luz que ahora emanaba era pulsante, acompasada al ritmo de las carcajadas.

—¿Qué estáis haciendo?

Los dos jóvenes lanzaron un grito, asustados ante la repentina aparición de Andrea. Mónica quiso contestar, pero se quedó helada al ver el gran bulto que la profesora llevaba en sus brazos.

—¿Qué… qué es eso? —consiguió preguntar.

Andrea no contestó. Aunque lo llevaba tapado con una manta, sus dos ayudantes ya deberían de haber deducido lo que era.

La risa continuaba llenando el salón, pero ya no le asustaba. ¡Estaba tan cerca de lograr su objetivo! Nada podía quebrantar su determinación.

—¿El portal es estable? —No obtuvo respuesta—. Si es así, os aconsejo que salgáis de la casa para no veros involucrados en lo que estoy a punto de hacer. Si os quedáis, seréis testigos de un momento histórico. Lo que no permitiré por nada del mundo es que os interpongáis.

Durante unos segundos los tres se miraron, alternando los intercambios visuales de uno a otro en una muda conversación. Solo Xabi pareció flaquear, aunque una última súplica silenciosa por parte de Mónica logró convencerle.

—Bien —concedió Andrea—. Colocaos en vuestros puestos y no intervengáis.

Los chicos obedecieron y ella se volvió hacia la plataforma sobre la que flotaba el portal al más allá. Entonces lo volvió a escuchar.

Ilusa.

Ignoró la palabra susurrada en su oído por un ente invisible. No iba a permitir que el miedo la detuviera.

Se agachó junto al equipo electrónico y depositó el cuerpo de su hijo sobre la rejilla de la plataforma, justo debajo del portal. Retiró la manta que lo cubría y acarició el suave y pálido rostro. Una congoja creció en la boca de su estómago. Aquella era su última esperanza; si fallaba en su intento, no tendría más remedio que rendirse y dejar marchar a Diego.

Ilusa.

Aunque la voz que repetía la palabra seguía allí, se dio cuenta de que las carcajadas habían desaparecido. Lo tomó como una buena señal.

Fue hasta la silla que había ocupado un rato antes y, de su bolso, sacó los tres objetos que servirían de canalizadores: una foto de Diego, un mechón de su cabello y un peluche, el favorito de su hijo. Sin perder tiempo, regresó junto al cuerpo y vio horrorizada cómo media docena de zarcillos brotaban de la nube.

No hacía falta echarle mucha imaginación para ver que parecían brazos; unos brazos muy delgados acabados en manos de dedos largos que se estiraban para alcanzar el cuerpo del niño. Con un manotazo Andrea espantó los brazos, que se disolvieron en el aire como si fueran una voluta de humo.

Nuevos zarcillos se extendían desde el portal, que desaparecieron y cejaron en su empeño cuando Andrea colocó los tres objetos como le habían enseñado: la fotografía sobre la frente, el pelo en los labios y el muñeco sobre su corazón.

Ilusa.

Andrea agitó la cabeza en un fútil intento de expulsar la maldita voz de su interior. Necesitaba concentrarse para hacer de guía, para ser el ancla espiritual que condujera el alma de su hijo otra vez a su cuerpo. Tomó una última bocanada de aire, colocó sus manos sobre los hombros de su hijo y cerró los ojos.

Pensó en Diego. En el niño alegre y sano que era antes del accidente, en el niño que volvería a ser. El accidente se llevó por delante la vida de su marido y a punto estuvo también de hacerlo con la de su hijo. Pero Diego era fuerte y se resistió a morir. Bueno, en realidad sí murió; tres veces, para ser más exactos, y las tres veces consiguieron reanimarle. Sin embargo, nunca despertó. Los médicos no entendían qué sucedía; su cuerpo había sanado a la perfección. Físicamente no quedó ninguna secuela, ni tampoco se encontró daño neuronal en las pruebas que le realizaron. Aunque era mujer de ciencia, la desesperación llevó a Andrea a buscar respuestas en extraños lugares, hasta que dio con una médium que le ofreció una posible explicación: durante una de las veces en que el corazón de Diego se detuvo, su alma no fue capaz de encontrar el camino de regreso. Su cuerpo seguía vivo, pero era solo un cascarón vacío.

Pues bien, ella iba a llenar de nuevo ese cascarón. El proyecto en el que llevaba tiempo trabajando, la creación de un portal al más allá como fuente ilimitada de energía, serviría también para devolver el espíritu de su hijo a su cuerpo.

Ilusa.

Bajo sus manos, Andrea sintió el calor que desprendía el cuerpo de Diego. Eso era lo único que percibían sus sentidos. Concentrada en hacer de ancla, de faro en la oscuridad, el resto del mundo había dejado de existir para ella. Hasta que un movimiento brusco la despertó.

—¡Tiene que volver en sí, profesora! —gritaba Mónica. La tenía sujeta de los hombros y la sacudía con fuerza.

La ira de Andrea creció como nunca antes lo había hecho. Estaba a punto de lograr su objetivo, de devolverle el alma al cuerpo de su hijo, y la chica le había impedido conseguirlo cuando lo tenía tan cerca.

—¡Hay que salir de aquí ya! —gritaba Xabi desde algún sitio.

Entonces se dio cuenta de la situación. La esfera que contenía el portal había crecido mucho más de lo que tenían previsto. Un metro de diámetro era más que suficiente para crear un canal de comunicación entre ambos lados, y el flujo de energía que podía circular por ahí era similar al de una central nuclear a medio rendimiento. Sin embargo, la nube alcanzaba casi los tres metros de altura. El cuerpo de Diego había sido engullido por la neblina luminiscente, y sus propias manos habían estado en contacto con la materia proveniente del otro lado. A su alrededor se había generado un torbellino que hacía volar papeles hacia su interior. Además, la risa había vuelto.

¡Ilusa!

—¡Apagadlo! —ordenó a sus ayudantes.

—Ya lo hemos hecho, pero no depende de nosotros. El portal se ha vuelto autónomo, se gestiona por sí mismo.

Desesperada, Andrea volvió a introducir los brazos en la nube. Aunque la piel le quemaba, soportó el dolor. Palpó hasta que dio con el cuerpo del niño, lo agarró por las axilas y tiró de él. Cuando lo sacó, comprobó que no tuviera ningún daño. Los ojos se le empañaron de lágrimas cuando vio que los párpados de Diego se abrían.

—¡Cariño! —sollozó mientras abrazaba a su hijo—. Has vuelto. Todo ha merecido la pena. ¡Has vuelto!

¡Ilusa!

Las risas sonaban más fuertes, pero ella no las escuchaba. Tampoco oía a sus ayudantes, que gritaban y tiraban de ella para alejarla del portal.

Entonces el dispositivo empezó a colapsar. La potencia generada era mucho mayor de lo que esa tecnología, todavía en fase experimental, podía soportar. La estructura chilló y se dobló. Saltaron chispas de las conexiones y los materiales sucumbieron, partiéndose en miles de pedazos diminutos. La vorágine generada por el portal crecía por momentos y comenzó a absorber todo cuanto la rodeaba. Las diferentes partes del equipo volaron para desaparecer en el interior de la nube.

—La casa entera se va a venir abajo —dijo Mónica.

—¡Hay que salir de aquí, profesora! —gritó Xabi.

Sin soltar a su hijo, Andrea se puso en pie e intentó avanzar. Pero la fuerza que les arrastraba hacia el portal era demasiado fuerte.

¡Ilusa! ¡Ilusa!

El estruendo ya no permitía oír la risa, aunque podía escuchar la palabra si problemas.

Sin la máquina, el portal disminuía su tamaño a gran velocidad; aun así, la fuerza con que atraía todo era cada vez más fuerte. Andrea, que se resistía a ser arrastrada, ya no tenía fuerza para avanzar hacia la salida.

Una de las sillas plegables golpeó a Xabi, que perdió el equilibrio y fue engullido por el torbellino. Mónica gritó. La chica estaba algo más cerca de la puerta, también sin conseguir avanzar. Andrea, que luchaba por salvarse mientras arrastraba el cuerpo de Diego, agarró el brazo de su alumna para que la ayudara.

—¡Suélteme! —La chica se sacudía sin lograr desembarazarse de la profesora.

En el forcejeo, la ayudante resbaló y cayó al suelo antes de verse arrastrada hacia el portal. Ya no tenía más que el tamaño de un balón de fútbol; con todo, su poder era cada vez mayor, y se tragó a la chica sin que pudiera hacer nada.

Durante un instante, Andrea creyó que podría conseguir salir de allí con vida. Había avanzado unos metros, y el torbellino parecía perder fuerza a su espalda. La puerta estaba cerca, si pudiera traspasarla…

—¡Ilusa!

La sangre se le heló en las venas. Esa vez la palabra no provenía de una voz fantasmal. Miró hacia abajo y vio que Diego mostraba los dientes en una mueca que pretendía ser una sonrisa.

Entonces lo comprendió. Nunca tuvo oportunidad de traer de vuelta a Diego. Siempre había sido la casa, o algo que la habitaba: las risas, las sombras, las pisadas en el piso superior. Ella no solo había permitido que ese algo entrara en el cuerpo de su hijo, sino que había facilitado su trabajo. En verdad había sido una ilusa.

Con lágrimas derramándose por su cara miró una última vez los ojos de Diego. Deseaba encontrar un atisbo del que había sido su hijo, pero solo vio el reflejo de una pequeña nube brillante que tiraba de ella con la fuerza de mil huracanes. Derrotada, se dejó llevar hacia el otro lado. Lo último que oyó fue una risa carente de humor y una única palabra que la acompañaba: ilusa.