Incluso al abrigo del fuego, donde las sombras se difuminaban ante su danzante resplandor, se hacía palpable la malignidad del bosque. Aunque estaban agotados debido a las vicisitudes del día anterior, no se atrevían a cerrar los ojos. Los dos descansaban junto a la hoguera, sus cuerpos lo más arrimados posible a las llamas sin que estas llegaran a achicharrarlos. Permanecían a la espera de un amanecer que tardaba una eternidad en llegar, escuchando los inquietantes sonidos provenientes de todas direcciones. Se mantenían abrazados, no tan en busca de calor como de la sensación de seguridad que ofrecía la cercanía entre ellos. No hablaban; tampoco se movían, salvo cuando se hacía necesario añadir más madera al fuego.
¿Cuántas veces había soñado Ana con encontrarse entre los brazos de Luke? Muchas, desde luego. De no hallarse en una situación tan aterradora, puede que se hubiera atrevido a confesarle sus sentimientos tanto tiempo ocultos, pero no le pareció oportuno. En cambio, se prometió que lo haría en cuanto regresaran al campamento. Si es que regresaban.
Tras la infinita espera, las primeras luces del alba lucharon por atravesar las espesas copas de los árboles. Ambos abrigaban la esperanza de que la luminosidad del nuevo día no solo disipara las tinieblas, sino también la ominosa sensación que les perseguía desde que se internaran entre las encinas y los alcornoques.
—Deberíamos ponernos en movimiento —dijo Ana. Era quien mejor había mantenido la calma desde que se perdieran en el bosque, y por ello los otros dos confiaron en ella y su criterio desde el primer momento.
«Una idea genial», pensó con cierto cinismo. «Si no, que se lo digan a Toño».
Sin mediar más que las palabras imprescindibles, echaron tierra sobre las brasas de la hoguera y comenzaron a buscar alguna pista que indicara el paradero de su compañero. Tras unos minutos de exploración infructuosa, reconocieron su torpeza a la hora de encontrar indicios; no serían capaces de hallarlos aunque alguien los hubiera dejado marcados con señales luminosas.
La desaparición de Toño seguía siendo un misterio, tanto por la mañana como por la noche, cuando sucedió. La oscuridad hizo que resultara imposible seguir caminando sin tropezar constantemente. El suelo del bosque, del que emergían traicioneras raíces y cubierto por omnipresentes matas de malas hierbas, les dio un respiro al toparse con ese trozo de campo algo más despejado. Sin más iluminación que las linternas de sus inútiles móviles, decidieron acampar allí.
No tenían agua ni comida, así que lo único que pudieron hacer para estar algo más cómodos fue encender fuego. Mientras Luke intentaba prender unas ramitas que darían inicio a la fogata, Ana y Toño fueron a recoger leña. Ella regresó unos minutos después; de él solo escucharon sus aterrados gritos, coreados por el crujir de ramas y follaje al agitarse con violencia. Los alaridos cesaron de golpe y sus compañeros fueron incapaces de encontrar ningún rastro suyo. Frente a la imposibilidad de localizarle en la negrura de la noche, decidieron regresar a la protección del fuego y reanudar la búsqueda por la mañana.
Frustrado tras el nuevo fracaso, Luke lanzó un exabrupto en su idioma natal. Británico de nacimiento y con raíces africanas, llevaba muchos años asentado en España; pese a dominar el idioma a la perfección, los juramentos seguían escapándosele en inglés.
Ana compartía su estado de ánimo. Además, ahora que no había fuego que calentara su cuerpo, tiritaba debido al frío y la humedad de la mañana. La camiseta de tirantes y los pantalones veraniegos que vestía no abrigaban demasiado.
—Creo que lo mejor que podemos hacer por él es buscar ayuda —dijo. Luke torció el gesto—. Sabes que no podemos quedarnos aquí; si continuamos andando, tal vez salgamos pronto de esta parte del bosque.
—¿Hacia dónde? Los móviles todavía no pillan el GPS y la brújula sigue bailando a lo loco; vamos a ciegas.
Después de observar los alrededores de un vistazo, la mujer señaló el hueco que había entre dos gruesas encinas.
—Anoche llegamos desde allí. Deberíamos seguir en la misma dirección.
Luke asintió con la cabeza e hizo un ademán de avanzar, pero se detuvo al ver que Ana se quedaba atrás. Parecía estar al límite. Esbozó una sonrisa y le ofreció su mano. Su colega de desventuras imitó el gesto y se agarró a él. Juntos, continuaron caminando por el bosque.
¿Cómo habían ido a parar allí? Desde el principio, su bienintencionado y muchas veces paranoico amigo Chema les había avisado de que aquel paraje, por muy idóneo que fuera como localización para grabar su corto, era muy peligroso. La misma web en que se hablaba del bosque relataba la oscura leyenda que lo rodeaba, una que aseguraba que en ese lugar desaparecían cada año una media de tres personas. Al final, por votación popular, decidieron hacer caso omiso a las advertencias y viajaron hasta allí.
El primer día de rodaje fue perfecto. El paisaje, un hayedo espectacular aderezado con abedules no menos impresionantes, resultó perfecto para las tomas que querían grabar. La segunda jornada no fue tan productiva, repleta de interrupciones y problemas técnicos.
Mientras unos intentaban solucionar los contratiempos, otros se limitaron a matar el aburrimiento de la mejor manera que se les ocurría. La falta de cobertura impedía usar internet o las redes sociales y las cartas dejaron de ser divertidas después de veinte partidas.
A media tarde, Luke sintió la imperiosa necesidad de estirar las piernas.
—Voy a dar una vuelta —anunció—. ¿Alguien se anima a acompañarme?
—¿Estás loco? —protestó Chema—. Ya os conté que este bosque es el lugar con más desapariciones de toda Europa. No deberías andar por ahí como si fuera el parque del Retiro.
Luke entornó los ojos y le dio la espalda a su amigo. Era un buen tío, salvo cuando se le metía alguna idea obsesiva en la cabeza. Entonces se convertía en un plasta de cuidado.
Viendo que nadie se unía al intrépido aventurero, Ana vio la oportunidad perfecta de pasar un rato a solas con él.
—Yo me apunto —dijo. Su corazón se aceleró al ver que Luke le dedicaba una sonrisa.
—De acuerdo —concedió Chema—. Después no digáis que no os avisé. Al menos, si veis que el tipo de árboles cambia, dad la vuelta. No os acerquéis a encinas y alcornoques, es allí donde se producen las desapariciones.
—¡Prometido!
Los dos ya se alejaban cuando oyeron unos acelerados pasos.
—¡Esperad, voy con vosotros! —dijo Toño—. Creo que no aguantaré en el campamento un minuto más sin perder la cabeza.
Luke se alegró de recibirle. Ana apenas pudo disimular su decepción.
Caminaron un rato sin rumbo fijo, procurando no alejarse mucho del campamento. Disfrutaron de la charla intranscendente, del suave calor veraniego, del aroma fresco del bosque, de los sonidos que producían aves, insectos y otros animales. Por mucho que Chema temiera las terribles historias que había leído, aquel lugar era tan inofensivo como los jardines públicos de cualquier ciudad.
—¿Eso es un alcornoque? —Ana se había detenido y señalaba hacia un árbol. Tenía un aspecto más agresivo que el resto, si es que esa palabra se podía aplicar a una planta—. ¿Creéis que Chema tenía razón?
—Es solo un árbol —dijo Toño. Su risa desdeñosa no logró ocultar cierto nerviosismo—. Pero si te sientes mejor, iremos por otro lugar.
—Tal vez sea mejor regresar —propuso Luke—. Aunque no me creo que el bosque esté maldito, no deja de ser un lugar salvaje y ya llevamos bastante tiempo fuera.
Ana le dedicó una sonrisa, agradecida. Toño, si bien se encogió de hombros, también parecía aliviado de volver a un sitio seguro. Los tres dieron media vuelta y comenzaron a recorrer el camino en sentido inverso.
Fue entonces cuando la cosa empezó a ponerse fea. Estaban convencidos de haber seguido el trayecto acertado pero, en lugar de llegar al campamento, dieron con una hilera de aquellos árboles tan poco amistosos. Era como si alguien hubiera trazado una línea y que, de un lado, hubiera plantado hayas y abedules, y del otro solo crecieran encinas y alcornoques. Mosqueados, corrigieron la dirección en que avanzaban, solo para encontrarse de nuevo con el mismo muro.
Volvieron otra vez sobre sus pasos. Sin embargo, cada vez que se movían, el bosque aparentaba hacerlo con ellos. Sin saber en qué momento sucedió, descubrieron que los árboles que les rodeaban eran aquellos de los que Chema les había advertido.
El falso coraje de Toño no tardó en desaparecer y Luke se sumió en un mutismo taciturno. Ana, que estaba tan asustada como los dos hombres, no se dejó llevar por el pánico.
—Si avanzamos en línea recta, tarde o temprano daremos con la salida de este bosque.
A pesar de sus palabras, no creía que fuera a ser tan fácil. Por extraño que resultara, era como si la floresta tuviera sus propios planes para ellos y no diera muestras de querer dejarlos marchar.
Anduvieron lo que les pareció una infinidad de horas. De vez en cuando revisaban sus móviles, solo para comprobar que seguían sin recibir ningún tipo de señal. La brújula que Luke siempre llevaba en el llavero era igualmente inútil, con la aguja incapaz de apuntar un rumbo fijo. Más tarde se les presentó un nuevo contratiempo: la sed. Todavía no era un problema acuciante, pero la incómoda sequedad de sus bocas solo era un síntoma de los inicios de la deshidratación.
La desesperación fue haciendo mella en el trío a medida que avanzaba el tiempo. Los retorcidos troncos de los árboles, demasiado cercanos unos de otros, les obligaban cada pocos metros a variar la dirección; las raíces crecían juguetonas, poniéndoles trampas aquí y allá con las que hacerles tropezar; las plantas más pequeñas, que cubrían cada centímetro del suelo, les arañaban las pantorrillas desnudas y se enganchaban a sus pies. El follaje de las copas componía un techo casi opaco que no permitía ver el cielo y solo dejaba traspasar un leve halo de claridad que comenzó a extinguirse con el ocaso de la tarde. Preocupados como estaban, ninguno se dio cuenta de la absoluta ausencia de sonidos animales.
La oscuridad no tardó en hacerse casi impenetrable y fue entonces cuando, a instancias de Ana, decidieron que lo mejor era acampar en aquella suerte de claro con que se toparon. Después llegó la intención de prender un fuego y de buscar leña. Con ello, también se produjo la aterradora desaparición de Toño y la noche en vela junto a la hoguera, a la que le siguió la infructuosa búsqueda de su compañero.
Ahora, bajo la atenuada luz de un nuevo amanecer, Ana y Luke mantenían su empeño de abandonar el siniestro bosque de alcornoques y encinas para regresar al más amable formado por hayas y abedules.
Caminaban en silencio, hambrientos y sedientos, muy cerca el uno del otro. Intentaban ignorar los inquietantes sonidos que les rodeaban, demasiado parecidos a los que precedieron a los alaridos de Toño y a los que les mantuvieron en vela toda la noche. Quizá se debiera a la luminosidad del día, pero en ese momento no resultaban tan amenazadores.
Una nueva adversidad surgió antes de que hubieran avanzado mucho. Al principio no le dieron importancia a la tenue bruma que se elevaba del suelo y que manaba de los troncos de los árboles, algo que no sorprendía en un sitio tan oscuro y húmedo. Sin embargo, no tardó en formarse una densa capa de niebla que, por suerte, no se alzaba más arriba de la rodilla.
El ritmo al que caminaban, si bien no era muy rápido, se ralentizó todavía mucho más. El suelo que pisaban se había vuelto invisible a sus ojos y cada paso se tornaba una peligrosa demostración de fe en lo que iban a descubrir bajo sus pies. Los tropezones eran constantes, y si evitaron caer al suelo fue porque cada uno sujetaba al otro.
El resto del paisaje fue volviéndose más neblinoso a medida que avanzaban, hasta que la visibilidad se hizo completamente nula. Los árboles no se materializaban frente a ellos hasta que no los tenían demasiado cerca, casi al alcance de sus manos. La temperatura, gélida a pesar de encontrarse en verano, les hacía tiritar de frío.
—Tal vez podríamos descansar un rato —sugirió Luke. Se había detenido un momento y aprovechó la ocasión para acercar el cuerpo de Ana al suyo en busca de calor mutuo—. Al menos, hasta que se disipe la niebla.
Su compañera se vio tentada de aceptar. ¡Se sentía tan bien entre los brazos de aquel hombre! Una ligera chispa de deseo prendió en su interior, aunque no con la suficiente fuerza como para nublar su sentido común. Al final negó con la cabeza y, haciendo un esfuerzo tremendo, se separó de él.
—Tenemos que salir de aquí cuanto antes.
Agarrada a su mano, Ana tiró de Luke para reemprender el camino. Con semejante niebla, optaron por no soltarse; perder el contacto podía significar no reunirse nunca más. No obstante, la reducida visibilidad no era la única consecuencia de la densa bruma. La imaginación, privada de imágenes, se disparaba con los sonidos del bosque, distorsionados y amplificados, que llegaban de todos lados y de ninguno a la vez. Todo cuanto oían parecía mucho más amenazador.
Los traspiés, que cada vez se producían con más asiduidad, no llegaban a hacerles caer al suelo. Sus manos entrelazadas les conferían, además de un apoyo en el que sujetarse, el valor necesario para continuar adelante. Tenían la confianza de que, si permanecían juntos, lograrían escapar de aquella pesadilla.
Entonces Luke tropezó. La mano de Ana se deslizó de la suya y no pudo evitar que cayera. Mientras su cuerpo perdía el equilibrio y se precipitaba hacia el suelo, se golpeó el hombro con el tronco de un árbol y rodó unos metros, arañándose la piel de brazos, piernas y rostro con las matas que crecían salvajes. Quiso chillar, pero la garganta seca solo fue capaz de emitir un lastimero gañido.
—¡Luke! —gritó Ana— ¿Estás bien?
—No ha sido nada. ¿Dónde estás?
Su voz sonaba potente, casi como si estuviera a su lado, aunque no sabía decir de qué dirección venía.
—Aquí mismo. Te oigo cerca, pero no te veo. Sigue hablando para que pueda localizarte.
Luke obedeció. En lugar de entablar una conversación o soltar una parrafada sin sentido, se puso a cantar una canción infantil que allí, en medio de la espesa niebla de un bosque maldito, sonaba demasiado estúpida. A Ana se le antojó enternecedor y decidió que lo primero que haría en cuanto lo encontrara sería besarle y abrazarle.
—Sigue cantando, creo que estoy muy cerca.
De pronto, como si algo se sintiera molesto por la alegre tonadilla, se pudo sentir una conmoción que recorrió a los árboles circundantes. Las ramas se agitaron, provocando crujidos que recordaban a los truenos de una tormenta; el susurro de las hojas se intensificó hasta convertirse en un estruendo ensordecedor; la canción infantil de Luke se convirtió en gritos aterrorizados que prometían angustia y dolor.
Todo aquel estrépito resonaba en los oídos de Ana, que seguía sin saber dónde se hallaba su compañero. Ella chillaba su nombre, al borde de la histeria. Mirara hacia donde mirase, solo veía el blanco de la niebla, sin detectar rastro de ningún movimiento que sirviera de ayuda.
Al igual que sucediera con Toño por la noche, los gritos de Luke se silenciaron de forma brusca. El bosque pareció darse por satisfecho, ya que también recuperó la siniestra calma que lo caracterizaba.
Abrazándose a sí misma, Ana luchó con todas sus fuerzas para no dejarse arrastrar hacia la locura. Las lágrimas que resbalaban por sus mejillas ardían contra su piel. Todo en su ser la impelía a huir, a alejarse lo más deprisa posible de ese lugar. Sin embargo, los últimos acontecimientos habían hecho que perdiera la orientación. Ya no sabía por dónde había venido ni qué dirección debería seguir. Salir corriendo se le antojaba casi más peligroso que quedarse allí, quieta, a la espera de lo que hubiera de acontecer.
Tras reunir el escaso coraje que le restaba, emprendió de nuevo la marcha. Eligió la trayectoria que le dictaba el instinto, consciente de que era tan fiable como haber decidido al azar. Con paso precavido, avanzó entre los árboles, esquivando las ramas bajas, las traicioneras raíces y el espeso sotobosque. Los ruidos amenazadores, aunque persistentes, se limitaban a recordarle que seguía a merced de aquello que controlaba el bosque.
Perdida la noción del tiempo, Ana se limitaba a poner un pie delante del otro. Cayó al suelo en infinidad de ocasiones; cada vez que se levantaba, se preguntaba si tendría fuerzas para hacerlo una vez más. El hambre, que solo la asaltaba a ratos, y la sed, mucho más perenne, la hacían sentirse más débil a cada paso.
Tan concentrada iba en su afán de progresar, que tardó un rato en darse cuenta de que la bruma se estaba despejando. El frío, al igual que la niebla, cada vez era menos intenso. Los rayos del sol lograban filtrarse entre las ramas, permitiendo que el bosque brillara un poco con aquella luz.
Ahora que el suelo volvía a ser visible, pudo comprobar la ausencia casi total de raíces traicioneras y la disminución sensible de hierbas y matorrales. Los árboles, pese a que seguían siendo alcornoques y encinas, crecían más separados unos de otros y sus troncos no lucían tan retorcidos. Incluso el continuo crujir de ramas se había desvanecido. Todo el paisaje mostraba un aspecto más amable.
Todavía aterrada, un halo de esperanza prendió en el corazón de Ana. Aquel cambio solo podía significar que estaba a punto de abandonar la parte más maligna del bosque; incluso se permitió pensar en que aún era posible encontrar a Luke y Toño con vida.
El terreno más sencillo, unido a las fuerzas que le infundieron los nuevos ánimos, hicieron que Ana casi corriera. Había escogido la dirección acertada, al fondo podía ver mucha más luminosidad. Solo tenía que recorrer unos cuantos metros más para salir de nuevo al hayedo.
Sin embargo, lo que tenía ante sí no era lo que esperaba. Fue a parar a un claro que, desde su perspectiva, guardaba una forma circular perfecta. El terreno, una explanada de un centenar de metros de diámetro, estaba cubierto por una manta parduzca de hojas secas a medio descomponer y que desprendía un aroma entre acre y dulzón. En el centro crecía un solo árbol de tamaño descomunal. Su tronco era el más ancho que jamás hubiera visto y su copa, que se elevaba muy por encima del resto del bosque, se extendía al menos veinte metros a cada lado. De no ser por tan enormes dimensiones, se atrevería a decir que era un roble.
La figura de tan majestuoso espécimen resultaba hipnótica. Ana se sentía incapaz de desviar la mirada del movimiento de las ramas, mecidas por un viento que no se sentía a ras de suelo. Las hojas susurraban frases que la invitaban a aproximase a su sombra. Sin ser consciente de lo que hacía, se acercó poco a poco hasta el roble.
Los ruidos que la acosaran en el interior del bosque podían escucharse también aquí, de forma más intensa aunque menos amenazadora. Tampoco le dio importancia a los movimientos que se producían en el suelo, debajo de la hojarasca. Nada podía suceder en presencia del árbol. Al llegar bajo la copa, estiró los brazos para acariciar las hojas más bajas, que aun así quedaban muy lejos de su alcance.
Continuó avanzando hacia el tronco, necesitaba posar las manos sobre la áspera corteza que lo vestía. Los rayos que conseguían filtrase entre las ramas creaban caprichosos dibujos sobre su superficie, con formas de rostros que la vigilaban.
A falta de media docena de metros, llamó la atención de Ana una mancha de color rosáceo que destacaba en contraste de los tonos grises que la circundaban. A pesar de que sus ojos la reconocieron, la incongruencia de lo que estaba viendo evitó que el pánico se apoderara de ella.
Observó la cara de Toño, integrada con la corteza del roble. Tenía los ojos cerrados y parecía sumido en un sueño nada plácido, a juzgar por las arrugas que surcaban su semblante y que reflejaban el terror sufrido durante las últimas horas.
Sin saber todavía cómo reaccionar, Ana desvió la mirada y se percató de que no era la luz lo que dibujaba los rostros; decenas, cientos de caras afloraban en la piel del árbol, camufladas por la fina capa de corteza que las cubría. Una vez detectada una, el resto se hicieron visibles a sus ojos.
Aunque quería apartar la vista y salir huyendo, no hizo ninguna de las dos cosas. Antes necesitaba encontrar otro rostro. No le fue difícil descubrirlo, mejor disimulado que el de Toño debido al oscuro tono de piel. Unas lágrimas se derramaron por sus mejillas al confirmar cuál había sido el destino de Luke.
Un roce en el tobillo la obligo a mirar hacia el suelo. Allí, una raíz surgida de entre las hojas secas comenzaba a trepar por su pantorrilla. Ana, estimulada por un miedo más profundo que cualquiera que hubiera sufrido nunca, incluidas las últimas horas, lanzó un grito y salió corriendo.
Sin embargo, no contaba entre los planes del árbol dejarla escapar. Una de las ramas descendió desde la copa, doblándose igual que un codo por la articulación, e intentó golpearla. A pesar de esquivar esa y otras que le salieron al paso, mantener la atención en lo que venía de arriba la impidió ver lo que sucedía por abajo.
Una raíz brotó del suelo para derribar a Ana. La hojarasca burbujeaba por una frenética actividad y más tallos afloraron en busca de su cuerpo. Por mucho que forcejeaba, no pudo evitar que se enredaran en sus miembros y tiraran de ella, hundiéndola en el interior del manto terroso.
La tierra le llenó la boca, entró en sus ojos y le obstruyó las vías respiratorias. Miles de zarcillos se clavaron en su piel, profundizando cada vez más en la musculatura y llegando hasta sus órganos vitales. Su cabeza no era una excepción; sentía el avance en el mismo cerebro, como si quisieran apoderarse de él.
Entonces recibió una revelación. El roble, ese monstruoso árbol que dominaba el claro, era el bosque entero. Sus raíces se extendían kilómetros, hasta donde acababan los alcornoques y encinas y comenzaban las hayas y abedules, y se enquistaban en el resto de plantas para apoderarse de ellas. Nacido muchos siglos atrás de una bellota germinada entre los cuerpos mutilados de una fosa común, tenía conciencia propia. Era el corazón y el cerebro del bosque y no permitía que nadie se internara en él. Toda vida que alcanzara sus dominios, ya fueran aves, mamíferos, reptiles o insectos, perecería de forma horrible y acabaría formando parte de su cuerpo.
Eso mismo era lo que le estaba sucediendo a Ana. El más terrible de los sufrimientos se cebaba con su cuerpo. Seguía sintiendo dolor incluso después de muerta.
Satisfecho con su labor, el enorme árbol sacudió las ramas y el bosque replicó su movimiento. Entre el crujir de la madera, un nuevo rostro afloró en la corteza del roble. En un irónico guiño del destino, el rostro de Ana permanecería por siempre junto al de Luke, el hombre al que tanto había deseado.