Un grito en la tormenta

El escozor lacerante hace palpitar mi mejilla. La sangre, que brilla espesa en la oscuridad de la noche, se diluye en las gotas de lluvia y escurre por mi pómulo hasta quedar colgando en el vértice de mi barbilla. Lo normal es que hubiera esquivado la rama, pero mi preocupación por poner tierra de por medio entre la turba enfurecida y yo no me permite prestar toda la atención que debería.

Atravieso el bosque lo más rápida que puedo, saltando por encima de pequeños arbustos y esquivando los árboles que me salen al paso. Mis pies chapotean en los numerosos charcos y se hunden en los barrizales, aunque eso no logra detener mi carrera. Conozco todas las sendas que llevan a uno u otro lado de la floresta; he vagado por ellas miles de veces, pero nunca con tanta urgencia como esta noche. Por primera vez en todos los siglos que llevo recorriendo este mundo temo por mi vida.

Muchos me consideran un heraldo de la Muerte, una criatura que anuncia la llegada de la diosa del Inframundo lanzando agudos lamentos al aire. Otros creen que me alimento de las almas de aquellos que pierden la vida, que mis gritos sirven para atraer sus espíritus, igual que la luz de un faro hace con los barcos, y que por eso rondo los hogares de los moribundos. La opinión generalizada es que soy malvada, que llevo la muerte allá por donde voy y que mi presencia no trae nada bueno.

Por eso me odian, y por eso me persiguen. Los más pudientes enarbolan espadas brillantes cuyos filos mojados reflejan el resplandor de las antorchas; los más humildes se conforman con palos astillados y horcas oxidadas. Quieren acabar conmigo, como si eso fuera a impedir que la vida siga su curso hasta alcanzar el final.

En el fondo da igual lo que crean y piensen de mí. Soy un ser temido en el mundo porque no conocen mi naturaleza; les recuerdo el único destino que no pueden eludir e ignoran qué hay después de exhalar el último suspiro. El momento que ellos tanto temen, ese en que el aliento deja de inflar el pecho y en el que los ojos pierden para siempre el brillo de la vida, no es sino un paso más; un nuevo comienzo, una nueva etapa.

Sin embargo, hay vidas que son mejor valoradas que otras, y la turba que sigue mis pasos así lo demuestra. Cierto es que el señor de aquellas tierras es un buen hombre, que cuida de todas las gentes que se hallan bajo su protección y que se ha ganado por derecho propio el amor de todos aquellos que le sirven. Pero, al igual que le sucede al resto de los mortales, su hora tenía que llegar en algún momento. Y ese momento es esta noche.

Al contrario de lo que piensa el gentío, yo no tengo la culpa de que el señor haya enfermado. Yo solo estoy allí porque me siento atraída por una fuerza a la que soy incapaz de resistirme. Así ha sido siempre, y así seguirá siendo mientras habite en este mundo. La muerte de los humanos es una experiencia terrible para el alma, que se ve obligada a desligarse del cuerpo con el que tanto tiempo ha formado una única entidad. Es ese dolor, esa angustia, mi auténtica razón de ser.

El tallo de una de las enredaderas que crecen salvajes se engancha a mis pies desnudos y me hace trastabillar. Doy un par de tumbos, pero consigo mantener el equilibrio sin caer. El tropezón me ha hecho perder tiempo, y la distancia con mis perseguidores se reduce un poco. Mi intención es dirigirme al norte, hacia la zona más abrupta de los montes. Allí es donde se encuentra mi morada, un refugio invisible a ojos humanos. Si consigo alcanzar los riscos con la suficiente ventaja, seré inalcanzable para ellos y sus armas.

Aunque la lluvia arrecia, sus gritos llegan hasta mí, amenazantes. Están más cerca de lo que hubiera deseado. Puedo escuchar los ladridos de sus perros de caza. Yo no desprendo ningún aroma reconocible para ellos, por lo que no pueden seguir mi rastro, aunque eso no impide que se sientan excitados por la cacería. Cada vez que miro hacia atrás puedo ver el resplandor de las antorchas, que resisten al agua que cae sin apagarse, siempre un poco más cerca.

Nuevas heridas surcan mi piel, ya no solo en el rostro, también en brazos y piernas. El agua hace que mi larga melena blanca se pegue a la tela que cubre mi espalda, y esta a su vez se adhiere a mi cuerpo. Siento el frío que me recorre y tengo ganas de gritar, pero logro contenerme; mis lamentos, usados como arma, pueden conllevar resultados catastróficos.

El resplandor de un relámpago ilumina durante unos instantes la frondosidad del bosque, y gracias a ello puedo vislumbrar un grupo de personas que me esperan, agazapadas tras un macizo de arbustos espinosos. Iba directa hacia ellas, pero antes del restallar del trueno cambio de dirección. No es el primer grupo que veo, y me doy cuenta de que me están obligando a ir hacia el este. Lejos del monte y de los riscos que anteceden a mi hogar.

La preocupación de ese descubrimiento me hace perder la concentración. No presto la debida atención a los lugares en que pongo los pies y tropiezo con la raíz de un nogal. Esta vez sí, mi cuerpo pierde contacto con el suelo durante un segundo y se eleva antes de caer con brusquedad. El cieno entra en mi boca, abierta por la sorpresa, y saboreo el barro mezclado con la hojarasca en descomposición. El tobillo del pie que ha tropezado palpita a cada latido del corazón, y las palmas de mis manos duelen por el golpe recibido.

Pierdo unos segundos preciosos en intentar levantarme. Al pie le cuesta sostenerme, y a punto estoy de dar otra vez con mis huesos en el barro. Me apoyo en el mismo nogal que me ha hecho caer y me tomo unos instantes para recuperar el aliento.

Mi cabello, igual que una sucia cortina, cae por delante de mi rostro y me impide ver con claridad aquello que me rodea. Lo aparto con mis manos, sucias de barro y sangre, y me siento desorientada por un instante. No soy capaz de diferenciar el norte del sur, ni logro identificar la dirección de la que provienen los ruidos que anuncian la presencia de mis perseguidores.

Giro sobre mi pie sano y busco con la mirada el resplandor de las antorchas. Cuando por fin las encuentro, la angustia se apodera de mi alma. Me siento acorralada, sin escapatoria; se encuentran a menos de una veintena de metros. El miedo me inunda de pies a cabeza, y noto como fluye por mi cuerpo. Empieza a concentrarse en el diafragma y a tomar otra forma. No quiero hacerlo, pero soy incapaz de controlarlo. Mis pulmones acusan una falsa falta de oxígeno y me obligan a tomar una gran bocanada de aire. Ya no hay vuelta atrás.

El miedo y la angustia han desaparecido y se han transformado en energía pura; mi pecho se ha hinchado hasta el máximo de su capacidad; mi cabello, que unos segundos antes colgaba sucio y apelmazado, ondea en el aire brillante y seco, inmune a la lluvia que sigue cayendo sobre mí; y mis ojos resplandecen con una luz blanca y pura que oculta mis pupilas negras.

El grito agudo asciende por mi garganta y sale de mi boca en dirección a la muchedumbre encolerizada. El lamento se extenderá por todo el bosque y llegará muchos kilómetros más allá, audible incluso por encima del bullicio de la tormenta. Para un humano, recibir semejante choque sonoro a solo unos pocos metros es mortal. Sus tímpanos se romperán y sus ojos sangrarán; el cerebro cortocircuitará y sumirá sus mentes en la locura; el corazón se verá atenazado por una presión que lo comprimirá y le impedirá latir; sus tripas se retorcerán y no podrán retener su contenido. La agonía no será larga, y el destino que les aguarda, ineludible. Ninguno de mis perseguidores sobrevivirá a mi chillido, y eso solo contribuirá a aumentar la mala fama que pesa sobre mí y sobre mis hermanas banshees.

Un gigantesco estruendo evita que la desgracia recaiga sobre la multitud. Un rayo ha caído sobre el árbol en que me apoyo, el mismo nogal que me hizo tropezar. Mi cuerpo sale despedido hacia atrás, alejándome de mis perseguidores. Solo el hecho de estar lanzando un chillido evita que quede fulminada en ese mismo momento.

Me encuentro bocarriba sobre un charco de barro. El éxtasis que me invadía unos segundos antes se ha esfumado. Es la primera vez que algo logra romper uno de mis gritos, pero que haya conseguido evitar medio centenar de muertes no es motivo de celebración para mí. Me duele todo el cuerpo, que ha recibido parte de la descarga eléctrica. Si no fuera por mi condición sobrenatural, ese hubiera sido mi final.

Aturdida, logro levantar la cabeza para observar la escena: la copa del árbol se ve iluminada por pequeños fuegos que se van apagando poco a poco; el tronco, grueso y resistente, se ha abierto a la mitad hasta casi la altura de las raíces y humea como una chimenea; más allá, los hombres y mujeres que quieren darme muerte permanecen con vida, unos en pie, otros arrodillados y algunos caídos, pero todos inmóviles sin llegar a comprender la suerte que han tenido.

Realizo un esfuerzo titánico para incorporarme. Las gentes que me perseguían todavía no son capaces de reaccionar. Se miran entre ellos, frotándose los ojos cegados por el relámpago, y se preguntan unos a otros qué ha sucedido. Los que aguantaron en pie ayudan a los que cayeron y se preocupan por los que peor estado presentan. También consuelan a los perros, que gimen asustados ante cosas que sus simples cerebros no pueden comprender. De no ser porque conozco de primera mano su naturaleza destructiva, yo misma creería que la bondad de la especie humana hacia el prójimo es su mejor característica a destacar.

La mayoría de sus antorchas se han apagado, algunas porque cayeron al suelo y otras porque, durante los escasos instantes que duró, mi grito sofocó las débiles llamas. Ahora la oscuridad es casi absoluta, aunque no tardarán en prender nuevos fuegos para iluminar las tinieblas. Mis ojos están preparados para ver cuando no hay luz, así que aprovecho la circunstancia para poner tierra de por medio.

Fuertes dolores sacuden todo mi cuerpo a cada paso. Mi tobillo lesionado me impide avanzar con rapidez, y tanto la espalda como el pecho sufren leves pinchazos cada vez inhalo aire. Es probable que tenga algunas costillas rotas. Mis huesos no son indestructibles y se pueden quebrar casi con la misma facilidad que los de los humanos. Sanarán mucho más rápido que los suyos, pero eso no minimiza los dolores que me asolan.

Llego hasta una pendiente que desciende de forma no demasiado abrupta. Un poco más allá se acaba la zona boscosa para dar paso a un terreno llano y desprotegido que lleva hasta los precipicios que bordean el río. Allí hay un puente que me puede acercar, aunque dando un rodeo, a los caminos que me llevarán hasta mi refugio.

Sigo avanzando, pero en mi estado el descenso no es fácil. Después de sopesarlo un poco, me convenzo de que me he alejado lo suficiente para permitirme un descanso. Tal vez, con un poco de suerte, hasta haya despistado a la muchedumbre. Sin embargo no puedo estar segura. La tormenta arrecia ahora con más fuerza, y el estrépito que producen las gotas de lluvia al golpear las hojas más altas de las copas de los árboles me impiden escuchar el ruido del avance de mis perseguidores. Los truenos y relámpagos no dejan de producirse, aunque ninguno tan cercano como el que casi acaba conmigo.

Encuentro un saliente rocoso, que me puede proporcionar un mínimo de protección, y apoyo mi maltrecho cuerpo contra él. Ahí el aguacero no es tan intenso. Si cierro los ojos, incluso puede resultar reconfortante. Es una sensación que me transporta a otros momentos y otras épocas más felices, cuando las criaturas como yo éramos queridas y veneradas.

En aquellos tiempos, los humanos comprendían nuestra función en el mundo y valoraban lo que hacíamos por ellos. Eran conscientes de que la muerte estaba ahí, independientemente de nuestra cercanía, y no nos temían. Nosotras, las banshees, percibimos el momento en que una persona va a abandonar la vida antes de que suceda. A veces solo podemos apreciarlo unos segundos antes, y otras lo hacemos con horas de antelación. Aunque el cuerpo no lo sabe, el alma sufre al separarse de su envoltura física, y nosotras somos incapaces de resistir su llamada. Pero tampoco lo intentamos. Nunca. Sería faltar a nuestro deber.

El espíritu de un moribundo es incapaz de desahogar tan tremendo tormento, y ahí es cuando nuestra labor se hace fundamental: una banshee es capaz de aliviar el dolor y la angustia del alma. Lo absorbemos y lo aglutinamos en nuestro interior, le damos forma y después, justo antes de que la muerte le sobrevenga, lo canalizamos a través de nuestras cuerdas vocales. Ese es el verdadero poder del lamento de una banshee.

Los ladridos de los perros me arrancan de mi ensoñación. El agotamiento, unido a ese viaje por mi memoria a tiempos mejores, a punto ha estado de hacerme caer en un sueño que habría resultado fatal. Obligo a mi dolorido cuerpo a ponerse en marcha y reanudo el descenso de la pendiente.

Ahora llueve algo menos, pero los rayos y los truenos no han disminuido su cadencia. La fina tela de mi vestido, blanca debajo de la capa de barro y mugre que la cubre, se pega a mi cuerpo por efecto del agua que la empapa. Tengo frío y miedo, y mi cuerpo no deja de tiritar.

Al llegar a la zona llana siento un gran alivio, pero este desaparece cuando escucho las voces humanas. Me giro y veo de nuevo el resplandor de las antorchas, allá en lo alto de la loma. Mis perseguidores no dan muestras de haberme detectado todavía, pero solo es cuestión de tiempo que localicen mis huellas; mis pies desnudos habrán dejado un rastro en el barro bastante sencillo de seguir.

No tengo tiempo que perder, debo aprovechar cualquier ventaja que se presente ante mí. Todavía cojeando y con el pecho dolorido a cada respiración, avanzo entre los árboles en dirección noreste. Desde mi posición puedo vislumbrar el final del bosque y el campo abierto que hay a continuación. Una vez que alcance la linde, solo tendré que superar doscientos metros de tierras onduladas y hierbas altas para llegar al precipicio. El río que hay debajo delimita la frontera con las tierras de un señor vecino, y nadie osaría cruzar esos límites sin temor a ser declarado enemigo de dicho señor. Pasar al otro lado, usando el puente de piedra que atraviesa el barranco, significará ponerme a salvo.

Todavía escucho a mis perseguidores cuando por fin abandono la protección del bosque. Los perros vuelven a ladrar excitados, lo que solo puede significar que sus dueños han encontrado mi rastro. La cacería se acaba de convertir en una carrera por ver quien llega antes al puente; yo cuento con la ventaja de estar más cerca; ellos con la de que su presa está herida.

Emprendo la huida con las pocas fuerzas que me restan. El tobillo me duele pero es capaz de sostenerme, y consigo ignorar las punzadas que las costillas rotas provocan en mis pulmones. La lluvia, ahora que no me encuentro al amparo de las copas de los árboles, golpea mi rostro como afiladas agujas lacerantes.

Solo llevo la mitad del camino cuando escucho los gritos de los hombres y mujeres. Me insultan; ordenan que me detenga para recibir mi justo castigo en nombre de un Dios al que no respetan; me persiguen, recortando la distancia que nos separa con cada paso que dan. No quiero hacerlo, pero vuelvo la mirada hacia atrás para comprobar cuanta ventaja mantengo. El resplandor azulado de un relámpago me permite ver que están muy cerca. Al igual que el puente.

La construcción es muy antigua, más incluso que yo. Fueron los romanos quienes lo construyeron, y a buen seguro que no imaginaron que algún día cruzarlo o no hacerlo podría significar la diferencia entre la vida y la muerte para una criatura como yo. Al límite de mis energías, alcanzo por fin el contrafuerte de este lado del puente.

Aliviada por salir triunfante en la persecución, camino con paso renqueante sobre la calzada de piedra. Detrás de mí escucho más gritos e insultos, aderezados de maldiciones a las que soy inmune. Me giro para enfrentar sus miradas y veo a la muchedumbre, encogida y asustada bajo el aguacero, levantar sus armas hacia mí, pero sin el valor de dar los pasos necesarios para acercarse. Durante un instante me siento tentada de lanzar un grito hacia todos ellos, pero sé que no merece la pena; no hará que me encuentre mejor y, a buen seguro, no tardaría en arrepentirme de haberlo hecho.

Con la seguridad de que no se atreverán a acercarse más, vuelvo a darles la espalda y continúo hacia el otro lado del puente. No he alcanzado la mitad cuando un nuevo sonido se sobrepone al de la lluvia. Tardo unos pocos segundos en identificarlo, y unos pocos más en descubrir su significado. Alzo la mirada y aparto mi cabello, que vuelve a colgar delante de mi rostro como si fuera un velo. Gracias a la parpadeante luz de un nuevo rayo puedo ver un grupo de siete personas montadas a caballo.

Uno, que enarbola una brillante espada, es el primogénito del señor moribundo, el amo de las tierras que acabo de abandonar; el segundo es su hombre de confianza, un soldado curtido en cientos de batallas; el tercero es el señor de las tierras que pretendía alcanzar; el resto son sus fieles seguidores. Todos ellos son gente cruel, personas que en más de una ocasión me han hecho gritar para ayudar a pobres almas atormentadas, víctimas de sus armas y su brutalidad.

Ahora ya sé que todo está perdido. Me encuentro atrapada en medio del puente, sin ninguna escapatoria. Los hombres a caballo se acercan por un lado, y la muchedumbre lo hace por el contrario. Aunque gritase con todas mis fuerzas, solo podría hacerlo contra uno de los dos frentes; el otro no tardaría en darme muerte.

Entonces empiezo a sentir una congoja que crece en mi interior. Nunca me había planteado si mi propia alma sufriría cuando llegara mi momento, ni tampoco si podría aliviar ese dolor con un grito.

Sin embargo, el sentimiento no hace más que aumentar. En solo unos pocos segundos alcanza un nivel como nunca antes lo ha hecho. Para mi sorpresa, descubro que esa agonía no nace de mí, sino que proviene del exterior. Y no lo hace solo de un alma atormentada, sino de muchas, tanto de delante como de detrás de mí. Toda esa gente que me rodea está a punto de morir.

Canalizar el sufrimiento de un único moribundo ya supone un esfuerzo importante por mi parte, pero hacerlo con medio centenar de personas… Siento la angustia acumularse en mi cuerpo hasta que ya no da más de sí, pero el dolor sigue fluyendo hacia mí. Se vuelve pesada en mi diafragma, como suele ser habitual, pero también lo hace en mis tripas; el corazón me late con una fuerza inusitada, empujado por el exceso de energía que bulle en mi interior. Ya no lo soporto más, necesito expulsar toda esa fuerza antes de que me rompa por dentro, aunque todavía no puedo hacerlo; aún no ha llegado el momento. La muerte de aquellas gentes tardará, como poco, unos cuantos segundos más.

A pesar de haber alcanzado mi límite, sigo absorbiendo el sufrimiento del alma de aquellas personas que me querían ver muerta. La agonía que siento aumenta a cada instante que pasa, pero sigo siendo incapaz de lanzar el grito que acabe con todo.

El mundo se detiene a mí alrededor. El momento está cerca. Mi larga melena blanca flota en el aire, ajena a la lluvia que la empapa, y luce con un brillo propio. Mis ojos arden con un fuego claro y puro, capaz de atravesar la carne de aquellos en los que se pose mi mirada.

Nunca una criatura de mi especie ha proferido un grito semejante al que se está gestando en mi interior. Solo una guerra puede provocar tantos muertos simultáneos, y una banshee nunca se acerca al campo de batalla.

Entonces sucede. Un rayo atraviesa el cielo para caer justo a la espalda de los jinetes, y el trueno rompe la misma realidad con su estruendo. Pero no es lo único que se quiebra. La piedra del puente ha saltado en mil pedazos y comienza a desmoronarse. Gigantescos cascotes caen por el precipicio hacia el río, mientras el suelo se abre bajo las patas de los caballos. Grandes grietas se extienden por todo el puente.

Los jinetes son los primeros en despeñarse hacia una muerte segura, y por fin se libera el lamento más poderoso que haya lanzado nunca. Temiendo las posibles consecuencias, levanto mi rostro y grito hacia el cielo. La lluvia, que no ha parado de caer desde última hora de la tarde, se disuelve en el aire; los negros nubarrones reverberan y se ondulan en lo alto antes de retirarse en todas direcciones, igual que hace una voluta de humo cuando la soplan; en la bóveda celeste, que ya llevaba unos pocos días cubierta, brilla una pequeña porción de luna creciente y titilan el millar de puntos que son las estrellas.

A mi alrededor el puente termina de hundirse. Mi cuerpo cae junto a los escombros y los cadáveres de todos aquellos que me querían dar muerte. Al final parece que van a lograr su objetivo, porque no creo que pueda sobrevivir a semejante caída. Pero son ellos los primeros que han abandonado este mundo; mi grito, uno como nunca se ha escuchado, ha pulverizado todos sus huesos y licuado sus órganos más blandos. A pesar de no haberlo lanzado directamente contra ellos, ha sido de tal magnitud que solo con la cercanía ya estaban todos condenados.

Mientras caigo, me doy cuenta de que por fin me siento a salvo. No ha sido necesario llegar hasta mi morada. Y aunque suene irónico, ya que estoy rodeada de cadáveres y yo misma me precipito hacia mi final, siento por primera vez en mucho tiempo que la muerte no me rodea y que por fin puedo ser libre.